Cuando el ingreso más estable para millones de mexicanos depende de lo que un familiar suda en las cocinas de Los Ángeles, en los campos de Fresno o en las obras de Houston, cualquier amenaza fiscal desde el norte es una declaración de guerra económica. En 2024, alcanzó un nuevo récord: 64,745 millones de dólares en . Un logro que no está en el informe del SAT, sino en las llamadas de WhatsApp, en los “te mandé algo” y en los recibos de Western Union. Pero ¿qué pasaría si a alguien en Washington se le ocurre cobrar un “peaje patriótico” del 3.5%? Nada menos que 2,266 millones de dólares desaparecerían del mapa mexicano.

La cifra duele. No sólo por lo voluminosa, sino porque no se esfuma del presupuesto de una secretaría, sino de la comida en la mesa de millones de hogares. El 96.6% de las remesas viene de , con California como generador estrella, casi una sucursal de Guanajuato y Michoacán. Si este flujo vital fuera taponado por una medida fiscal, el daño sería tan quirúrgico como cruel: Michoacán, Jalisco y Guanajuato perderían su respirador económico.

Las remesas no solo superan al petróleo, al turismo o a la inversión extranjera directa. Superan incluso a la lógica de una economía supuestamente autosuficiente. En municipios donde el Estado nunca llega, las remesas hacen obra pública, sostienen el consumo y hasta financian fiestas patronales. El famoso programa “Dos por Uno” es más eficiente que muchas políticas de desarrollo regional.

Pero si el impuesto se materializa, las consecuencias serían de alto voltaje. El consumo interno caería, los pequeños cerrarían, y los gobiernos locales, que dependen del IVA generado por este gasto, verían disminuir sus participaciones. La economía informal —esa que no aparece en el pero sostiene al país— sufriría un colapso silencioso.

A nivel social, el efecto dominó sería trágico: más , más migración forzada, más dependencia de programas sociales que ya operan al límite. El gobierno federal tendría que ampliar el presupuesto del Bienestar con una mano, mientras la otra busca contener una ola migratoria que podría volver a saturar las rutas hacia el norte.

Y, por si fuera poco, menos dólares significa menos reservas internacionales y un peso que comenzaría a sudar frío. La presión sobre el tipo de cambio sería directa. Aunque el Banco de México se vista de neutralidad técnica, no podrá ocultar la herida abierta en su balanza.

En resumen, imponer a las remesas sería un castigo a la pobreza y a la resiliencia. Un doble golpe: a quien se fue buscando sobrevivir y a quien se quedó esperando que no le falte nada. Sería también una pésima señal diplomática: si el dinero de los migrantes es moneda de cambio en las disputas políticas, la relación bilateral está en manos de la mezquindad. Lo peor es que sería un impuesto que paga el que menos tiene, pero lo cobra el que más presume.

Y todo, por querer ordeñar la vaca flaca que mantiene de pie a medio país.

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