En política, los gestos rara vez son inocentes. Cuando se toca un símbolo, se toca una raíz. Los senadores de Morena han puesto en el radar de modificaciones una propuesta para que los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación no usen toga, vestimenta tradicional cuya ordenanza fue impuesta por decreto presidencial desde 1941. ¿Qué implicaciones tiene esto para la justicia en México?
Por contagio cultural, hemos aprendido de la televisión y el cine norteamericano que los jueces usan toga. Que cuando entran a la Corte, el público se levanta en señal de respeto al «honorable»; que se sientan en un estrado intencionalmente más elevado que el piso de la sala, pues representan un encargo superior: encarnan la ley, que está por arriba de todos. De ahí que los edificios de la Corte tengan varios escalones ascendentes desde la calle. Nosotros, los ciudadanos, estamos bajo el imperio de la ley. De ahí también que su indumentaria, la toga, marque una importante distinción: es una investidura, se usa sobre su vestimenta habitual. Toda esta narrativa fortalece al Poder Judicial. No hay elitismo, hay distinción de funciones.
Quienes argumentan que se termina el uso de la toga como una forma de erradicar el elitismo y la lejanía, en realidad pretenden detonar los símbolos de una era para imponer los propios, de la misma forma que se canceló la construcción del aeropuerto en Texcoco para construir uno en Santa Lucía. Esta destrucción simbólica tiene más de golpe político que de estrategia funcional. Y es cuestionable en un contexto donde la sociedad tiene a la ley como un símbolo negociable y corruptible.
Desde la civilización romana la toga representaba neutralidad, sobriedad, desvinculación del poder mundano. No viste una persona, viste una función. Vestir con los trajes originarios podría representar lo contrario. No se trata entonces de ornamentos sino de lenguaje. Uno que hace que un valor abstracto, como la justicia, tenga formas visibles y comprensibles. La toga, como la túnica de un sacerdote o el uniforme de un médico o un soldado, invoca respeto, distancia y misión. Donde se eliminan los símbolos, o se sustituyen por otros difusos, crece la incertidumbre. Y donde no hay forma, todo puede volverse capricho.
Aunque sin símbolos la justicia corre el riesgo de convertirse en simulacro (y en México, en muy buena medida ya lo es) importa más que se cumpla la función a la vestimenta. Si los nuevos ministros van a dignificar y ejercer la justicia para cubrir el enorme déficit que en esa materia tenemos en México, bienvenida su nueva indumentaria. El problema no es el cambio simbólico per se, sino hacerlo sin propuesta o con desprecio por lo anterior, y sin independencia de los otros poderes. El fondo es más importante que la forma, pero no hay fondo que dure sin forma que lo sostenga.
Montesquieu lo sabía: la separación de poderes no es solo una arquitectura legal, es también una puesta en escena. Quitarle su toga al juez es borrar el límite entre el Estado y el individuo. Un límite necesario. La toga no hace a la ministra o al ministro, pero les recuerda quiénes deben ser.
@eduardo_caccia