«Con el poder puede hacerse mucho daño y poco bien», decía Octavio Paz. Tenía en mente los horrores que perpetró el poder absoluto en el siglo XX. Todo régimen todopoderoso debe tenerlos en cuenta: llegaron a él creyéndose salvadores del pueblo y terminaron convirtiéndose en sus verdugos.
Hitler usó el poder absoluto para vengar la derrota de la Primera Guerra, reconstruir militarmente la economía alemana y borrar de la faz de la tierra a los judíos, supuestos causantes de aquella derrota (y del predominio de Wall Street y el bolchevismo ruso). Con el Tercer Reich advendría la supremacía racial aria sobre el mundo. Su mensaje de odio hechizó al pueblo más culto de la época y lo llevó a la hoguera. ¿Resultado? 66 millones de muertos, 47 de ellos civiles. Ese fue el saldo hitleriano del poder absoluto.
Mao quiso buscar su propia vía al socialismo y para eso desató la Revolución Cultural, proceso salvaje de «reeducación» al comunismo que se tradujo al menos en 2 millones de muertos. Por fortuna, la milenaria China -más confuciana que maoísta- encontró en Deng Xiaoping un líder excepcional que no buscó el poder absoluto para acrecentarlo sino para reformarlo. Abrió la libertad económica, quiso renovar al partido cada diez años y dejó el mando en vida. Lo usó para bien, y los resultados están a la vista: China es una cleptocracia llena de contradicciones y tensiones, pero es la potencia exportadora del siglo XXI.
Con la excepción de la brutal cleptocracia rusa, los populismos autoritarios del siglo XXI han sacrificado a menos seres humanos, pero han sido terriblemente destructivos.
Hugo Chávez buscó y obtuvo el poder absoluto para construir el «Socialismo del siglo XXI». Destruyó la ejemplar petrolera pública PDVSA. Y, a la voz de «exprópiese», arrasó con la empresa privada. ¿Resultado? El derrumbe de Venezuela -gobernada por un tirano vulgar y sanguinario- no tiene precedentes en la historia mundial. Es hizo el chavismo con el poder absoluto.
Los presidentes del PRI no tuvieron el poder absoluto: no eran amos del partido y los limitaba el período sexenal. Por eso hubo etapas de vocación social, otras de crecimiento económico. Se crearon instituciones valiosas (de salud, educativas, culturales). Pero sus críticos nunca olvidamos sus lacras: la corrupción endémica, la prostitución de la democracia, la república simulada, el faraonismo económico, el endiosamiento presidencial. Para acabar con ellas los mexicanos conquistamos la transición democrática del año 2000, que hoy el régimen ha decapitado.
Morena detenta un poder absoluto que las urnas no le concedieron. ¿Qué ha hecho con él? Repartirse y repartir a cambio de obediencia. Destruir las instituciones del siglo XX (una excepción embrionaria es la recuperación del monopolio estatal de la violencia legítima, al que el gobierno anterior renunció para entregarlo al crimen). En otros ámbitos, no solo persiste en copiar lo malo del PRI sino en superarlo, pisoteando el mejor legado del siglo XIX: el Estado de derecho, la división de poderes, la propia república.
Todavía hay margen para consumar la destrucción: quedan recursos naturales por arrasar, infraestructura por degradar, fondos públicos por dilapidar. Aún se puede arrebatar a los ciudadanos lo que queda del INE y acabar con el último valladar, la libertad de expresión.
¿Eso quiere el régimen? Y, si no es así, ¿qué se propone hacer con el poder absoluto?
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