Quienes me conocen saben que suelo hacer arqueología emocional en las calles que marcaron mi infancia: las colonias Roma y Condesa. Mi abuelo jugaba ajedrez con el dueño de una sedería que ya no existe. Ahí, sobre el mostrador, no era cliente, era compañero de tardes largas y silencios sabios. Al caminar por esos espacios me habita un sentido de pérdida. Me descubro diciendo «aquí había», «esto era». Las ciudades cambian de piel -es inevitable-, pero también es nostálgico. Y duele.

En Ámsterdam y Citlaltépetl, hay un pequeño local de compostura de ropa y zurcidos invisibles. Se entra como en una gruta, descendiendo un escalón pronunciado, producto del hundimiento crónico de la zona. En la pared cuelga un retrato que le tomé al señor que atendió el negocio hasta su muerte. Hoy lo suceden su hijo y su nieto, hombres corpulentos que hacen proezas diminutas con aguja e hilo. Temo pasar un día y que, como sus zurcidos, ya no los vea. Porque cuando una ciudad se vuelve mercancía, lo primero que desaparece son los hilos finos de su memoria.

La gentrificación no es nueva. Ya sucedió en la antigua Roma, en Berlín, en Lisboa, en Nueva York y por supuesto, sucede en México. Como dice Diego Petersen, sabes que tu barrio se ha gentrificado «si los huevos a la mexicana necesitan explicación en el menú. Si hay más de cuatro variedades de chilaquiles, pero ninguno enchila».

Las advertencias han pasado desapercibidas. Una de ellas es el libro «Locales» editado en 2009 por Artes de México. En sus páginas, Elenita Poniatowska escribe con furiosa elocuencia sobre la Roma: «si uno aguza bien el oído, puede escucharse el grito de protesta de las misceláneas, las mínimas tlapalerías, las fonditas, los talleres mugrientos, las sastrerías. ¡Ninguna pertenece al primer mundo, ninguna quiere pertenecer!». Y pregunta: «¿y quién diablos en el Office Depot va a decirnos ‘nos vemos mañana’ como el tapicero?».

Una ciudad se vuelve gentrificada cuando puedes vivir en ella sin hablar con nadie.

«Locales» se imprimió como grito. Hoy, sus páginas se leen como elegía. Las estupendas fotografías de Gala Narezo recorren las caprichosas paredes de changarros llenos de alma: espacios desordenados para el cliente, pero secretamente organizados para sus dueños. Ellos sabían encontrar el tornillo exacto entre una lata de fierros o el hilo preciso en un cajón de hebras infinitas. Lugares donde no te preguntaban tu nombre como protocolo de franquicia, ya lo sabían. Y también conocían algo de tu historia.

La gentrificación no es solo el encarecimiento de una colonia: es el desalojo de la cultura, la expulsión del oficio, el borrado de la voz vecinal, la estetización del barrio -como señaló Sharon Zukin-, donde lo que antes era vida se vuelve escenografía. El espacio deja de ser habitado para ser rentado.

Pero algo más grave ha comenzado a ocurrir: una protesta contra la gentrificación derivó hace poco en un acto de xenofobia. La gentrificación no justifica las agresiones. No todos los que llegan son culpables de desplazar; muchos llegan, incluso, desplazados. Rechazar al otro por su pasaporte es caer en el mecanismo del chivo expiatorio del que hablaba René Girard: culpar al visible, al que tiene rostro, en vez de al sistema sin cara que gentrifica sin pedir permiso. No es el acento extranjero lo que sube la renta: es el capital que no necesita vivir en el barrio para comprarlo. La gentrificación borra costumbres, pero la xenofobia borra personas. Y sin personas, no hay ciudad que valga la pena habitar.

¿Qué puede hacer el gobierno? Regular alquileres, proteger oficios, apoyar economías vecinales, delimitar zonas. Existen ejemplos en Lisboa, Berlín, Barcelona. Se puede. Pero también debemos preguntar qué haremos nosotros: ¿seguiremos siendo turistas en nuestra propia ciudad? ¿Nos atreveremos a conocer al panadero, a quedarnos con la costurera de siempre, a darle valor a la tienda donde alguien sabe que la semana pasada tuvimos catarro? Porque cuando todo es efímero, la resistencia está en los gestos que permanecen.

Ante la pérdida, nos queda la memoria como último bastión. No obstante, la ciudad duele. Y me duele una esquina, donde ya no hay nada, pero yo veo, todavía, a dos hombres batiéndose sobre un tablero.

@eduardo_caccia

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