Toda sociedad necesita ritos de paso para marcar etapas. Se trata de eventos que, generacionalmente, evolucionan. Unos desaparecen, otros llegan. Los rituales tienen una función: ordenar el caos, marcar umbrales, reforzar identidades sociales. Todo grupo humano puede entenderse a partir de los eventos simbólicos que celebra y, por supuesto, la forma en que lo hace. Dime qué y cómo celebras y te diré quién eres.

Hubo un tiempo en que el doctor develaba el misterio: «¡es niña!» o «¡es niño!». La madre, ansiosa de abrazar al recién nacido, se enteraba entre respiraciones agitadas. Alguien salía del quirófano para dar la buena nueva al papá y a los familiares cercanos. Meses antes los padres acordaban las opciones de nombre, siempre con un «si» condicional, en previsión de cualquier desenlace. La ropita y la pared eran neutras, rendidas al suspenso.

La tecnología y la cultura han sepultado la espera. Ahora, conocer el sexo del bebé es parte del embarazo. Hemos adoptado una de tantas prácticas extranjeras: el gender reveal. Un moderno rito de paso, donde el foco no es el bebé sino la anticipación simbólica de su identidad social. Lo apropiamos como parte del zeitgeist: la gratificación instantánea, el aquí y ahora, la vida en fuga. Porque la sociedad exige pizzas en 30 minutos, y ya no sabe qué es esperar siete días para revelar un rollo fotográfico. La paciencia ha quedado reducida a minutos, y los meses se ven como eternidad.

Aunque para mí -y sospecho que para muchos de mi generación- este ritual tiene algo de exceso, en una sociedad que ha hecho de las jerarquías paisaje cotidiano, también es cierto que la revelación del género (perdón, acepto que en español pierde el brillo escénico) se convierte en un modo de ritualizar la espera, compartir la emoción, hacer visible lo íntimo y silenciar el rumor. Pero, finalmente, la pregunta es: ¿qué tipo de valores y estructuras refuerza?

Como bien lo reveló Guy Debord, vivimos en una era donde la experiencia humana está mediatizada. Lo íntimo se ha vuelto público, y lo privado, contenido. «El gender» deja de ser un dato, es una puesta en escena pensada para cámaras, redes y likes. Es la respuesta que necesita pirotecnia, dron y cámara lenta. No solo se anuncia, se escenifica. El espectáculo por encima del símbolo. Y por supuesto, la celebración se convierte en competencia, y el sentido en consumo. No se celebra al hijo o a la hija, sino a la producción estética de una emoción para los otros, para los presentes y para quienes no fueron invitados, aunque atestiguarán por medio de una pantalla.

Como otros eventos de su tipo, importados por la clase media y alta mexicana, el gender reveal forma parte de los rituales aspiracionales, junto con los baby showers, las proposiciones matrimoniales y las despedidas de soltera(o). Son actos que refuerzan la cohesión social, funcionan como pretexto para reunir afectos, compartir momentos y reafirmar pertenencias: entre amigos, familia y redes. Tal vez por incluir un clímax simbólico, este tipo de revelación suele exigir la exageración para destacar. No es lo mismo lanzar confeti rosa o azul, una bomba de humo o un pastel sorpresa, que ver pasar una avioneta pintando el cielo con el color esperado, o incluso -si el presupuesto lo permite- escribiendo el nombre del bebé entre las nubes.

No se trata de demonizar ni burlarse de un rito, sino de preguntarnos qué estamos celebrando realmente. Si es la vida, la comunidad, la espera, qué bueno. Pero si lo que se celebra es la obligación de encajar, el exceso, la frivolidad y la validación externa, entonces el ritual revela más de nosotros como sociedad que del bebé por nacer. Si lo que se busca es contenido para publicar, entonces estamos trivializando. La revelación no solo es la del bebé, sino la de nosotros mismos. Nuestra necesidad de reflectores, la ansiedad por controlar el futuro, el éxtasis por compartir. Si celebramos el género de la criatura con un helicóptero, ¿qué haremos cuando nazca?, ¿un tráiler en Imax?

En el fondo, es una inversión emocional, estética y social que busca rendimiento simbólico: pertenencia, visibilidad, validación. Porque en esta época, incluso lo íntimo entra en la lógica del intercambio. Y contablemente lo expresaríamos así: cargo a presupuesto, con abono a banalidad.

@eduardo_caccia

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