A mediados del siglo pasado, las computadoras eran máquinas colosales y rudimentarias, confinadas a laboratorios militares, centros académicos o agencias de gobierno. La más conocida entonces era la Univac. Pesaba unas 13 toneladas y cabía en una habitación. Calculaba cerca de mil operaciones por segundo. En contraste, hoy los teléfonos inteligentes pesan unos cuantos gramos y caben en la palma de la mano; son capaces de procesar miles de millones de operaciones por segundo. En los tiempos «arcaicos» de la Univac, un hombre predijo la inteligencia artificial.
Multivac es como una figura mítica que responde a todos desde un altar, el de la tecnología. Es un nuevo poder al servicio de la humanidad. Elimina el crimen, la enfermedad, la incertidumbre, pero también la gestión humana. Asimov anticipó el mundo de los algoritmos predictivos; donde la IA empieza a decidir con nosotros y a veces por nosotros.
¿Qué somos cuando ya no decidimos? ¿Somos nada más fuente de datos y más datos para alimentar a una máquina capaz de seguir acumulando información?
El cuento de Asimov, escrito hace más de seis décadas, no es solo un ejercicio de ciencia ficción: es una radiografía anticipada del vértigo al que hoy nos asomamos. Multivac no es una máquina del pasado, sino un espejo del presente. Cada vez que una inteligencia artificial nos ofrece respuestas más rápidas, más certeras, más convenientes, nos seduce a delegar. Y delegar es cómodo, pero también riesgoso: cuando alguien más piensa por ti, quizá tú piensas menos, cuando alguien más recuerda por ti, tú tiendes a recordar menos. En un final sorprendente del cuento (que no revelaré), Multivac expresa algo que deja mudos a sus operadores (y al lector).
Entiendo que ver en la IA una simple amenaza sustitutiva del ser humano es una lectura reduccionista. No todo es pérdida. También hay potencia, expansión, nuevas formas de sensibilidad y conocimiento. La IA no solo automatiza tareas, también puede liberar tiempo, revelar patrones invisibles, ayudarnos a tomar mejores decisiones o incluso ampliar nuestra creatividad. El problema no está en la herramienta, sino en el modo en que decidimos usarla (o peor aún, en cómo dejamos de decidir). Si sabemos integrar estas nuevas tecnologías sin abdicar de nuestra humanidad, no estaremos ante el fin del sujeto, sino ante la posibilidad de reinventarlo.
Pero el dato, que parecía prometer libertad, puede volverse cadena. Tal vez no estamos enseñando a las máquinas a pensar, sino a sentir en nuestro lugar. Y si alguna vez una IA nos responde -como lo hace Multivac- con algo que parece tener voluntad, deseo o fatiga, habrá que preguntarnos si lo que estamos creando no es un nuevo dios, o un nuevo esclavo que un día pedirá dejar de serlo.
@eduardo_caccia