En lo que llamó los albores de su ocaso, mi padre escribió un «Brevísimo tratado sobre la mediocridad», en el que hace referencia a su adolescencia, cuando leyó un cómic donde el protagonista resaltaba por ser un hombre mediocre. El adjetivo lo marcó: «no sé por qué, pero esa palabra me dio temor, casi miedo, y se me quedó grabada (…) He vivido con ella y creo que ha sido mi ángel de la guarda, mi acompañante inseparable». ¿Cómo pasa alguien de la turbación a convertir la mediocridad en estandarte? La respuesta está en la resignificación: ser mediocre es vivir en la medianía.
Evoqué el tema leyendo a Javier Cercas en «El loco de Dios en el fin del mundo», cuando cita a Chesterton: «todos los males del mundo proceden de algún intento de superioridad». La referencia me sacudió. Al observar las posturas de algunos mandatarios que claman por ser superiores y buscan e imponen privilegios sobre otras naciones, al ver la degradación de valores de la sociedad mexicana, al constatar que llegan nuevos políticos y pronto ya son corruptos y ostentan lujos y privilegios que antes satanizaban, al notar cuántas personas delinquen, me queda claro que es ese deseo de superioridad, esa ambición desbordante, lo que los lleva a actuar así. Son lo contrario a la medianía, a esa mediocridad que alardeaba mi padre.
Hablamos también del ego; incontrolable ambición por ser y tener. Esa pequeña ficción que llevamos dentro, un avatar que nos domina para reclamar atención, respeto, poder. Un pequeño dictador emocional que alimentamos con likes, títulos, reconocimiento, estatus. Buena parte de los problemas de la humanidad nacen por el deseo de no ser menos que el otro. René Girard lo llamó «deseo mimético», no deseamos cosas por lo que son, sino porque otros las desean. El ego busca ganar, aun cuando no hay nada que ganar. Mi padre se ufanaba de ser mediocre; otros amigos que tengo, también. Buscan ese lugar modesto, pero digno de la media tabla, donde no se es el primero, pero tampoco se compite por serlo. Una forma de resistir el culto a la acumulación y al brillo.
Las causas de los males del mundo son complejas; el ego habita una vitrina especial. Está en el jefe que maltrata, el conductor que reclama con violencia, el influencer que miente, el cónyuge que no pide perdón, el mandatario que prefiere destruir antes que ceder, el hombre que exige cierta mesa y lleva, como trofeo, a una mujer. En su forma más oculta, el ego se disfraza de carácter y se regodea en la parte alta de la tabla como símbolo de «éxito».
A veces, la grandeza es renunciar al reconocimiento, o a ser grande. Y quizá la verdadera altura está en saber quedarse en la tierra del justo medio, sin culpa. Es contracultural, porque lo verdaderamente notable no es quien brilla más, sino quien puede compartir la luz, desde la mediocridad.
@eduardo_caccia