En el alto de una avenida cualquiera, el semáforo marca rojo como si eso tuviera el peso de un conjuro. Un peatón cruza sin mirar, convencido de que el tiempo que pierde esperando es más grave que el riesgo que corre. Dos motocicletas se cuelan por el angosto margen entre un autobús y una camioneta, esquivan espejos como quien sortea obstáculos en un concurso. Un auto, impaciente, pisa la línea peatonal y avanza medio metro más, reclamando un espacio que la señal le niega. Otro conductor decide que su prisa está por encima del orden, se pasa el alto. No hay sorpresa ni escándalo: es la coreografía diaria de una ciudad donde la ley es sugerencia con margen de maniobra.

Y es que aquí, más que cumplir, gestionamos la ley; esa orden que, por definición, es un límite. Una frontera que cae en el terreno de la simulación. Nuestra realidad es compleja porque se confunde con la ficción. En este surrealismo el Estado de derecho es utópico; implica no solo tener leyes y buenos gobernantes, requiere cerrar la pinza con ciudadanos dispuestos a someterse, ¿a qué? ¡A los límites! Y aquí es donde se gesta el drama nacional: somos un pueblo incontenible.

Para la cultura del «moche», los límites se conciben como obstáculos, no como líneas inamovibles. No es casual que la doble raya amarilla en el pavimento no sea suficiente para evitar el cruce. El país del «¿cómo nos arreglamos?» demanda un bloque de concreto, no la simple pintura. En nuestro código cultural, las líneas no separan: serpentean, se borran y se vuelven a trazar. Por ello favorecemos el uso del diminutivo. Hay que saber pedir permiso para estacionarse en doble fila; no es lo mismo «permítame cuatro minutos» que la tradicional fórmula mexicana: «nomás tantito». El diminutivo cae en terrenos de la física cuántica, es una partícula que constituye un universo per se. Un mundo donde los límites se estiran a conveniencia, y a perpetuidad.

Y es que nuestras calles no solo son vías públicas. Aquí funcionan como laboratorio de la desobediencia. Son el aula viva donde uno se enseña a sobrevivir, y en México eso quiere decir a negociar la realidad. Estamos programados con una dosis extra de flexibilidad. Sin esa permeabilidad, los límites serían fijos; ¡horror!, seríamos como otros países donde la ley es la ley. Quizá de esa flexibilidad provenga el ingenio nacional. Somos creativos para doblar los límites. La pregunta es si eso que es cualidad, no es también una forma de condena. ¿Es ingenio o es anarquía disfrazada?

Además, somos un país sumamente desigual. La transgresión es un reflejo de quien pretende empatar el marcador, aunque anote con la mano. Cuando el ciudadano común siente que las instituciones y quienes ostentan el poder violan las normas, el desprecio por las reglas crece. Todo límite que la autoridad no respeta, pierde autoridad, se desdibuja. Lo peor es cuando la resignación se convierte en carácter nacional. Cuando la transgresión se normaliza y se vuelve parte del paisaje, se escribe un manual que rivaliza con el código civil, con la Constitución misma. Si la costumbre se impone a la legislación, la ley es ornato.

En el país donde el límite es un acuerdo tácito para negociar, la transgresión cotidiana tiene un costo invisible. Para muchos sonará hiperbólico decir que la erosión de límites en lo pequeño termina afectando lo grande: impunidad, corrupción, violencia, inseguridad. Lo que empezó con una vuelta prohibida, puede terminar en delincuencia organizada. Y no va a cambiar mientras haya quien vea esta relación como una exageración.

El gran cambio nacional pasa por el pequeño gesto. Pasa por el motociclista que decide no conducir en zigzag entre los autos, por el conductor que es multado por cambiar de carril sin haber puesto su luz direccional, por la ciudadana que regresa el celular que encontró, por el vecino que cumple el reglamento del condominio sin enemistarse con los demás. Sí: pasa por esas banalidades, por esas nimiedades que, comparadas con los grandes problemas nacionales, no son titulares de primera plana en la prensa.

Entender esta causalidad implica un cambio de enfoque. Equivale a buscar las llaves perdidas donde se cayeron, no donde hay más luz. Mientras esto no suceda, seguiremos siendo incontenibles.

@eduardo_caccia

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