Las inundaciones en calles de ciudades como México y Guadalajara ya no son accidentes, sino la rebelión del agua que cada temporada reclama lo que fue suyo. Sobre el pavimento resurgen ríos antiguos, corrientes oscuras que arrastran autos como cadáveres metálicos y devoran banquetas como si fuesen orillas frágiles de un lago ancestral. La ciudad, disfrazada de modernidad, se desnuda en su origen acuático. Las alcantarillas vomitan espuma como gargantas enfermas, los ductos subterráneos colapsan con un lamento sordo y el asfalto se quiebra en espejos movedizos donde el cielo se refleja con ironía. La mancha urbana, en su avidez de concreto, borró los suelos que bebían la lluvia; y ahora la lluvia se cobra la deuda con violencia. Cada tormenta es un juicio: el futuro que no supimos planear emerge bajo nuestros pies en forma de diluvio.

En la década de 1850 Londres padeció el llamado «Gran Hedor». Una pesadilla urbana en la que el río Támesis, convertido en cloaca abierta, apestaba y era fuente de epidemias de cólera y tifoidea. Bajo un manto fétido, la gente empapaba paños en vinagre para contrarrestar la pestilencia. Una verdadera crisis sanitaria y política. Apareció entonces la figura del ingeniero de la Junta Metropolitana de Obras, Joseph Bazalgette, concibiendo un plan de drenaje colosal. Un verdadero reto: la construcción de 1300 millas de alcantarillado subterráneo, la creación de colectores que anticipaban la llegada del agua al Támesis y, lo más notable, el haber calculado los diámetros de los tubos suponiendo una población futura de 4.5 millones. Sobre este supuesto, el ingeniero duplicó la capacidad «por si acaso». Londres hoy tiene casi 10 millones de habitantes y el sistema, a 160 años de distancia, sigue funcionando.

Además, Bazalgette concibió y edificó estaciones ornamentales de bombeo de aguas residuales, cuya arquitectura fue tanto funcional como símbolo de modernidad. Actualmente la Estación de Bombeo Crossness es un sitio de interés turístico y un monumento a la visión de un hombre. Le llaman la «Capilla Sixtina» de las aguas residuales; hoy asombra y se venera con culto catedralicio. Un ejemplo del valor y la rentabilidad del buen diseño.

El punto relevante es que Bazalgette no vio el problema como un asunto técnico de capacidad de drenaje (nada más), lo vio como un asunto de civilización, un asunto de salvar vidas, dignificar la ciudad y asegurar su futuro. Aplicó lo que podríamos llamar la lógica del exceso, donde una obra es excesiva en el presente, pero se convierte en solución para el futuro. En México aplicamos la lógica del remedio justo, y a veces ni eso. El futuro no vota. No es políticamente rentable hacer obras en el subsuelo ni inaugurar pasos a desnivel a la mitad de un llano, donde décadas después habrá avenidas con gran afluente de automóviles. La visión del ingeniero británico contrasta con la costumbre de estar parchando problemas. Dijo: si lo hacemos mal, moriremos todos; si lo hacemos bien, nadie se dará cuenta.

El ejemplo de Londres llama a la reflexión: la infraestructura es una forma de cuidar la vida colectiva. Y las obras públicas no son solo eso, son pilares civilizatorios. Bazalgette hizo una construcción, casi toda subterránea, que nadie ve, pero todos viven gracias a ella. Gracias a que fue erigida como un exceso. De alguna forma nos enseña que el futuro, más que predecirse, debe sobredimensionarse. Estamos ante la paradoja de la invisibilidad: el éxito del drenaje londinense es que desapareció de la conversación.

Estamos acostumbrados a las crisis recurrentes de infraestructura, donde el agua tiene memoria, nosotros no. Nuestras decisiones nos condenan: desecamos mantos acuíferos, sepultamos ríos y pensamos que ganamos la batalla frente a la naturaleza. No es así. Cada vez que veamos flotar automóviles en la vía pública deberíamos recordar que el subsuelo nos reclama, nos recuerda que la civilización empieza por debajo de nuestros pies.

La historia de Bazalgette, su visión futurista, debería ser motivo de estudio, para que, desde la academia, las empresas y el gobierno, se asuma la lógica del exceso. En el país donde el largo plazo es un sexenio, es un desafío.

Empecemos por conceder que el exceso de hoy es la civilización de mañana.

@eduardo_caccia

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