Para Ramón García Márquez.

Desde mi infancia he sentido apego por los libros. Una compulsión por acumular volúmenes de los más diversos temas. Un vivir entre páginas, como Mendel, el inolvidable personaje de Stefan Zweig. Hoy, esta propensión me ha llevado a desbordar libreros y tratar de colocar ejemplares en otras partes de la casa, en pilas y entrepaños furtivos. No es fácil, he contado con la férrea contención de mi esposa, que ve mi afición como una forma de plaga que debe mantenerse a raya. Paradójicamente, mis hijos no heredaron mi manía bibliófila. Mientras que para mí es importante tener libros en anaqueles y en mi buró, para ellos es suficiente acceder a ellos. Esto me lleva a reflexionar sobre el sentido de propiedad, a la que Zygmunt Bauman no dudaría en adjetivar: líquida.

¿Qué implica vivir sin huellas materiales? Estamos experimentando una nueva forma de posesión. Las casas con libreros, discos, aparatos de alta fidelidad o películas apiladas, son excepciones. Los hogares se reducen al sofá, la pantalla y un módem parpadeante, centinela del acceso al cielo. El adolescente que antes presumía su colección de pósters ahora presume su plan premium de Spotify. Antes mostrabas el objeto, hoy muestras la aplicación. El asombro no viene por el número de piezas, sino por el contenido disponible en la nube. De lo sólido a lo líquido. Del libro heredado, a la suscripción con fecha de vencimiento. El apego se diluye en cómodas mensualidades.

Ni duda cabe que los objetos que poseemos nos dan identidad. ¿Qué pasa ante esta corriente desmaterializadora? Ahora no importa tanto poseer como tener acceso. Ahí está la ropa de alquiler, el automóvil que nos traslada, pero no es nuestro; la playlist efímera. La identidad se construye de cosas que no nos pertenecen. Antes prestabas un disco, hoy compartes la contraseña. Conservo en bodega algunos ejemplares de mis vinilos. No los necesito para escuchar aquellas canciones que forjaron parte de mi identidad, ahora basta con abrir un programa y presionar un botón. La pregunta es ¿qué queda de nosotros cuando cerramos sesión?

Podríamos decir que el fetiche cambió de piel, se convirtió en el algoritmo que selecciona por nosotros «porque nos conoce»; nos perfila mejor que nuestra memoria, de modo que no se presume el LP sino la recomendación. Mientras una biblioteca personal podía pasar de generación en generación (mi papá me legó su colección de libros de Isaac Asimov, entre otros más), una lista digital de canciones, en cambio, se evapora si perdemos la contraseña o expira la suscripción. ¿Qué heredamos a los hijos en un mundo sin pertenencias físicas?, ¿claves de acceso?

Lo que inició esta tendencia fue la fotografía digital. Hace años repasábamos nuestros álbumes de fotos como quien recorre sus propios pasos, era algo natural estirar la mano y jalar un objeto físico en el que había otros objetos físicos: las imágenes. Actualmente no decimos «te invito a recorrer el disco duro para ver qué fotos nos encontramos». Nuestros recuerdos visuales yacen encriptados en rutas digitales que quizás nunca volvamos a recorrer. La foto también se hizo líquida. Parece que nuestra biografía ya no se mide por lo que acumulamos sino por lo que consumimos en streaming.

Habitamos una paradoja. Mientras el desapego suena liberador, menos acumulación, más ligereza, experimentamos una trampa: lo que no poseemos, lo rentamos. Y hoy alquilamos más que antes. Parece que renunciamos a la propiedad mientras abrazamos la suscripción, una especie de grillete digital. Y ahí flotamos entre aplicaciones donde «tenemos» nuestros datos (en una nube alquilada).

No extraña el surgimiento del nuevo lujo, lo ordinario que se vuelve extraordinario.

Un vinilo con anécdota, una primera edición con dedicatoria, un tornamesa que aún gira. Objetos que el futuro verá como reliquias, símbolos de una era donde importaba poseer. Por ello tal vez el lujo será tangible: aquello que no depende de un «unsubscribe».

Me pregunto si el verdadero desafío no es aprender a despedirnos de las pertenencias, sino descubrir qué parte de nosotros permanece cuando ya nada nos pertenece. Porque si antes las cosas nos definían por posesión, hoy ya no poseemos: somos poseídos.

Por las plataformas, por los algoritmos, por las suscripciones.

@eduardo_caccia

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