Desde su infancia, Jane Goodall mostró que estaba hecha de algo más que humanidad. Mientras otras niñas jugaban con muñecas, ella se encerraba en un gallinero y esperaba, paciente, inmóvil, a que una gallina pusiera un huevo. Lo que seguramente fue calificado como «niña rara» era, en realidad, la semilla de una de las mentes que cambiarían nuestra forma de entender a los animales. Porque lo que hizo Jane fue revolucionario no con fórmulas y teorías, sino con la intuición de quien entiende que el misterio de la vida se revela a quien sabe esperarlo.

Esta mujer inglesa llegó a África en 1960, sin estudios universitarios, sin bagaje académico, pero con algo que a la postre sería más efectivo: la capacidad de mirar sin prejuicios. La invitó a Gombe, Tanzania, el antropólogo Louis Leakey, precisamente porque quería a alguien que no cargara los prejuicios de la ciencia. Su misión era simple y compleja: observar chimpancés. Ahí, en un mundo muy distinto al suyo, pero al que sentía pertenecer, Jane tuvo la paciencia y la recompensa. Vivió el asombro de lo inédito: que los chimpancés fabricaban herramientas, cazaban, lloraban a sus muertos, reían en complicidad, tramaban alianzas políticas y hacían cosas que la ciencia tenía como imposibles.

Goodall rompió reglas y creencias. Escandalizó a los científicos que vieron cómo, en lugar de asignar un número a cada ejemplar, les puso nombre: David Greybeard, Flo, Fifi (entre otros). Al hacerlo abrió una ventana luminosa: trató al otro no como objeto de estudio sino como sujeto de vida. Este gesto, aparentemente menor, profundamente humano, revolucionó la visión antropocéntrica que nos reserva -a los Homo sapiens- el monopolio de la cultura.

La diferencia de Jane no estuvo solo en lo que descubrió, sino en cómo lo descubrió. Mientras la ortodoxia científica se vanagloriaba de la distancia fría, ella practicaba la cercanía paciente. No cuantificaba solamente, miraba. No clasificaba, escuchaba. Y cada chimpancé fue para ella un ser irrepetible.

Su vida es también una lección feroz de resistencia cultural. En un entorno dominado por hombres académicos y coloniales, ella, joven secretaria británica, se presentó en la selva con binoculares y cuadernos. Las credenciales vendrían después, con el doctorado en Cambridge, pero lo esencial estaba antes: la convicción de que la intuición puede ser más revolucionaria que la erudición.

Jane se hizo científica desobedeciendo el molde y demostrando, de paso, que la ciencia no es propiedad de las instituciones, sino de la curiosidad radical.

Con los años, transitó del bosque al mundo. La observadora de chimpancés se transformó en activista ambiental. Comprendió que conocer sin actuar es estéril. Fundó el Jane Goodall Institute, lanzó el programa Roots & Shoots para jóvenes y recorrió el planeta llevando un mensaje que es a la vez advertencia y esperanza: el destino de los humanos está entrelazado con el de todas las formas de vida.

Lo que ella nos recuerda es que cuidar al otro no es altruismo, sino instinto de supervivencia compartida. Y en un mundo que acelera su marcha hacia la deshumanización, esa voz suave y firme es un recordatorio de que aún hay tiempo, siempre y cuando decidamos actuar. Si una niña escondida en un gallinero pudo anticipar el destino de su vida, y una joven sin títulos pudo cambiar la manera en que nos miramos en el espejo de los otros animales, ¿qué no podremos hacer nosotros si recuperamos ese instinto de supervivencia compartida?

A los 91 años ha muerto la mujer que protagonizó el abrazo chimpancé más célebre de la historia. Será recordada por ese espíritu inquebrantable de quien alcanza su destino con terquedad y siembra la posibilidad de un mejor futuro: la esperanza.

Aquí, en México, esa misma terquedad vive también en quienes protegen otras formas de vida vulnerada. El Teletón, que este año se celebra el 11 de octubre, no es solo una institución: es también un gesto de supervivencia compartida. En cada niño atendido, en cada familia abrazada, hay algo de esa Goodall que entendió que mirar con compasión también transforma.

Jane Goodall nos enseñó que cuidar al otro -humano o no- no es un acto de caridad, sino de estrategia evolutiva. No se trata solo de bondad, sino de supervivencia. Actuemos.

@eduardo_caccia

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