De pronto recibo notificaciones donde me entero que soy amigo de un personaje que tiene un amigo, que es amigo de alguien que probablemente tiene negocios delictivos. La nota dice el comentario anterior, pero de alguna manera hace parecer que estoy involucrado en algún negocio turbio.
Se sabe bien que entre una persona en cualquier lugar del mundo y otra persona solo hay 5 personas de separación. Por ejemplo: si yo quisiera conocer al Papa, probablemente conozco a algún cura que conoce a un sacerdote que tiene contacto con un obispo o arzobispo que sea amigo de algún cardenal, que a su vez tenga contacto con el Papa.
El mundo es de relaciones, y yo conozco personalmente a unos cinco mil individuos que tienen la posibilidad de acercarme a otros veinticinco mil y entre ellos puede ser que haya todo tipo de personas honestas y deshonestas. El problema no es la proximidad al resto del mundo, el problema es cómo se tergiversan las cosas para aparecer pegado a un posible criminal al que simplemente no conozco y nunca tuve relación con él.
De alguna manera esto le paso a don Ernesto Ruffo, ex gobernador de Baja California cuando lo implicaban en un negocio opaco en el que él no tenía acción directa, pero como bien decía AMLO “hay que difamar” porque lo que no ensucia, tizna y algo se pega. Pasé pues por una difamación indirecta y acudí a los medios y a todos los clubes de amigos a dar una explicación personal, como también bien lo hiciera don Ernesto Ruffo.
Recibí cientos de mensajes personalmente y muchos que corrieron por las redes sociales donde el 99% de la gente que me conoce a través de toda una vida en Tijuana me apoyaba, menos un patán periodista que descubre que un Galicot tiene farmacias y pública que de ahí hice mi dinero. No tengo farmacias y sinceramente hay quien hubiera buscado por morbo alguna afiliación mía en algún evento incorrecto, solo reafirmo que mi vida ha sido de actividades positivas e intachables.
Recuerdo que estuve trabajando en unas vacaciones en la mueblería Azteca en Tijuana y desarrollé el negocio de venta de relojes dentro de la mueblería, pero descubrí por casualidad que uno de los agentes cobradores tenía una relación con la bella secretaria, en mi reporte final ante mi patrón don Nathan Golden presenté el hecho de que había robos causados por este agente en complicidad con la secretaria. El agente empezó a difamarme diciendo que yo era homosexual (recuerda amigo lector que eran otros tiempos y otra visión del género) ¿cómo defenderme de esta acusación?, tenía y tengo amigos homosexuales por supuesto, pero como decir que no era -cuando el agente lo había hecho público- y aunque tenía yo novia podrían suponer que era bisexual, furioso y no encontrando argumentos que podían probar mi sexualidad tomé al agente de la solapa en la bodega y lo colgué de un gancho que había ahí y le dije que no lo iba a bajar hasta que se desdijera públicamente de su mentira y que la había inventado para cubrir sus pequeños robos. Tres horas después me pidió que lo bajara y públicamente me pidió disculpas y renunció a su trabajo (no se si a su novia). Supongo que vivimos en otros tiempos y que la difamación no se puede combatir colgando de un gancho al mentiroso, pero dan ganas por el daño que causan.
Difamar proviene de la misma raíz que la palabra infame, en ambos casos es quitar la fama o crear una mala fama y se hace con demasiada frecuencia sin medir las consecuencias, desde luego que nosotros responderemos conforme a la ley que castiga a quien difama e infama, en nuestro caso tergiversando una amistad y asociándolo a un hecho y personaje probablemente malvado que nos ha causado incomodidad.
Hoy día los medios de comunicación que quieren solventar su seriedad debieran hablarle a la persona de quien sospechan y directamente preguntar si es real el hecho, pero nos atenemos a mercaderes de la información que con objeto falaz pueden difamar sin consecuencias.
Hace años mi abuelo Isidoro Behar tenía una tienda que se llamaba “El nuevo mundo” y uno de esos inspectores que son igualitos a los bandidos que piden piso lo asustó con falacias y como mi abuelo que era un hombre viejo se le hizo una úlcera en el duodeno y se murió. Desde entonces detesto a los policías que muerden, a los inspectores que asaltan, a los funcionarios públicos que extorsionan y a los comunicólogos que difaman, pues se me hacen actos bochornosos que han llevado a nuestra sociedad al caos en el que nos encontramos. Sin embargo, no puedo evitar pensar en que la técnica de colgar de un gancho a los difamadores y mentirosos aún sería útil.