Suelo recordar el origen de los libros que tengo. La mayoría los he comprado, otros me los han regalado. Me topé el otro día con un ejemplar cuyo origen no puedo precisar: La belleza del objeto cotidiano, de Soetsu Yanagi. Ahí estaba, silencioso y anónimo, esperando ser descubierto entre la multitud de páginas y entrepaños. Encuentro el hecho revelador: el autor escribe sobre el movimiento Mingei, término acuñado hace un siglo para reconocer la belleza en los objetos cotidianos fabricados por los artesanos anónimos.
El movimiento defiende la idea de que la belleza no está en la firma del artista ni en la extravagancia de la forma, sino en la función honesta del objeto, en la simplicidad sin pretensión, en la imperfección natural que no pide perdón, en la tradición depurada con los años y la humildad del creador. Es una postura que celebra lo que se usa, no lo que se presume; el objeto que sostiene la vida diaria, no el que adorna una vitrina.
En estos principios -anticuerpos contra el narcisismo contemporáneo- descubrí una crítica involuntaria a nuestra era: frente a la obsolescencia planeada y la dictadura de la moda, el Mingei reivindica lo duradero. Frente a la obsesión por destacar y firmar todo con nombre propio, exalta el anonimato. Frente a la espectacularidad del diseño, rescata la belleza útil: esa que, aun con defectos técnicos, cumple cabalmente su función.
Un objeto es bello cuando cumple su función sin alardes. Así lo plantea Yanagi. ¿Dónde termina la promoción y dónde empieza la presunción?
El autor japonés insiste también en la virtud del anonimato. Los mejores artesanos, dice, no firman sus piezas: su trabajo habla por ellos. Nuestra cultura, en cambio, compite por segundos de atención, likes, vistas, seguidores. ¿Trabajamos para ser vistos o para ser útiles?
Esta filosofía radical ofrece más de una sacudida. Reivindica la repetición disciplinada: la belleza nace de hacer lo mismo muchas veces, hasta depurarlo. Nosotros hemos convertido la originalidad en un altar. Se espera que cada proyecto sea disruptivo, que cada presentación inaugure lo nunca visto. Perseguimos la innovación como destino vital. Favorecemos la novedad sobre la función, aunque un simple clip nos recuerde que existen diseños sin fecha de caducidad.
Yanagi celebra la imperfección tranquila: el defecto sin drama, la asimetría que no necesita justificación, pero que revela humanidad. Nosotros, en cambio, vivimos bajo la tiranía de la perfección: entregables impecables, estrategias sin fisuras, una imagen sin grietas. El Mingei propone un respiro. Una alternativa a modo de oasis: aceptar que lo hermoso está en lo humano, no en lo exacto.
Quizá la belleza de la vida (como la del objeto cotidiano) no está en destacar, sino en servir. No en impresionar, sino en sostener. No en ser extraordinarios, sino en ser necesarios. Dejar que lo esencial se imponga sin gritos, sin premios, sin reflectores. Otra forma de mirar la medianía. Tal vez la misma de la que hablaba mi padre, cuando se refería -orondo- a la satisfacción del hombre mediocre. Es ser como un cuenco sin firma, humilde, que sin alardes ni malabares, simplemente sostiene el agua.
Quizá por eso no recuerdo cómo llegó a mí ese libro. Tal vez, en su esencia, La belleza del objeto cotidiano también eligió el anonimato (y si fue un obsequio, seguramente alguien me lo recordará). No lo anunciaron bombos ni etiquetas. Simplemente apareció, como aparecen las cosas necesarias: sin ruido, sin prisa, sin presentaciones. Y tal vez eso es lo más bello que puede hacer algo o alguien en este mundo: vivir sin pretensión y transformar sin aspavientos.
@eduardo_caccia





































