La salida de Alejandro Gertz de la Fiscalía ha suscitado innumerables comentarios y especulaciones. Me parece que dos conclusiones son inescapables. Primero, Gertz no fue un fiscal autónomo, salvo en sus obsesiones con casos personales (su cuñada), o bêtes noires (Lozoya) que él perseguía; sus demás obcecaciones (el segundo tirador) fueron por cuenta de su amo. Segundo, Ernestina Godoy será menos autónoma que su predecesor, si es que esa calificación tiene sentido. Sheinbaum, García HarfuchGodoy y muchos más lo han confesado: habrá “mayor coordinación”, con pleno respeto a la gran tradición mexicana del eufemismo.

Pero detrás de dichas conclusiones se presenta un debate más de fondo, y en realidad más interesante. Algunos partidarios de la 4T, más sinceros que otros, y algunos detractores de la misma, más objetivos que otros, sostienen que la autonomía de la procuración de justicia no es deseable ni viable, en un país como el nuestro, y en un momento como el actual. El hecho de que movimientos como el que se opuso al “fiscal carnal” en el decenio pasado hayan convertido dicho objetivo en algo casi consensual no significa que quienes enarbolaron la consigna hayan tenido razón.

Ciertamente, la ley es la ley. Estipula claramente que la Fiscalía General de la República debe ser independiente, como lo deben ser también las fiscalías de los estados, y los ministerios públicos federales y estatales. Habrá que sintonizar la ley (incluyendo la Constitución) con la realidad, pero esta última resulta más funcional para México hoy, lo contrario, desde su perspectiva. En todo caso, esto es lo que argumentan contra la autonomía y a favor de un sistema de procuración de justicia más sujeto a las determinaciones del Ejecutivo, más coordinado con los órganos de seguridad. En una palabra, como era antes, cuando el Procurador General se autodesignaba como el “abogado del presidente”.

Un primer razonamiento a favor de esta tesis, según sus partidarios, reside en un hecho indiscutible. En el universo de los países democráticos hoy, existen sistemas donde la fiscalía es independiente, y otros donde no lo es. El caso más conocido radica en Estados Unidos, donde el Departamento de Justicia, y su titular, el Attorney General (AG), es nombrado por el presidente, ratificado por el Senado como cualquier otro miembro del gabinete, y responde al titular del ejecutivo. Se supone que hay autonomía relativa en cuanto a los “federal prosecutors” y a que no puede el AG someter su desempeño a los caprichos del presidente en turno, pero muchos lo han hecho. Obviamente es el caso hoy, con Pamela Bondi, y lo fue a principios de los años sesenta con Robert Kennedy, AG de su hermano John. En otras coyunturas, el AG se ha sublevado contra el ocupante de la Casa Blanca, renunciando al cargo: Elliot Richardson, cuando Watergate, en 1973, no aceptó la instrucción de Nixon de despedir al fiscal especial investigando el escándalo.

En otros países, la situación es diversa. Guatemala Colombia incluyen en su dispositivo constitucional a fiscales independientes que han sido —o son— un verdadero dolor de muelas del ejecutivo. Es el caso de la fiscal María Consuelo Porras a quien el presidente Arévalo no ha podido/querido despedir. Situaciones análogas imperan en Irlanda, Finlandia, Uruguay, Ecuador, Sudáfrica, y algunos más. En cambio, dejando a un lado la independencia del ministerio público, varios países eminentemente democráticos encierran una situación distinta.

Disponen de un Ministerio de Justicia, dependiente del Ejecutivo y parte del gabinete, removible por el titular del primero libremente. Entre esas naciones figuran Francia, con el Ministro de Justicia o Garde des Sceaux; Chile, con un Ministerio de Justicia; Brasil, y España (hasta 2023 y donde también figura una Fiscalía General cuyo titular es nombrado por el Rey a propuesta del gobierno). La situación alemana e inglesa es semejante, pero matizada, debido a los lander en Alemania y los reinos separados en Gran Bretaña. La variedad de estatutos es notable, como lo es el carácter democrático de los países y la vigencia de un estado de derecho que ya quisiéramos para un día de fiesta.

Existen, pues, naciones con fiscalías autónomas, otras con Ministerios de Justicia sin fiscalías autónomas, y otras más con ambas instituciones, y grados de independencia variables de cada instancia. Es cierto que ninguna versión es ontológicamente superior o preferible a otra. Pero, además, quienes ven con reticencia el rumbo de la autonomía para México defienden una idea coyuntural no necesariamente estructural: la superioridad de la centralización.

En un país con la crisis de seguridad, de procuración administración de justicia, de incredulidad de la ciudadanía ante la justicia en general, se requiere de un alto grado de concentración de poder para salir adelante. La Fiscalía debe coordinarse lo más posible con las instituciones de seguridad, y responder lo más posible a los deseos, a las órdenes, a las decisiones de la presidencia. Lo mismo debe suceder con los ministerios públicos estatales federales, y con las fiscalías estatales. Más aún, la lealtad y virtual sumisión de la nueva fiscal para con la presidenta son vistas como virtuosas, ya que permitirán una reforma de fondo de la justicia y de la seguridad en el país, complementando las reformas del Poder Judicial. La autonomía es indeseable en la actual coyuntura mexicana, y al contrario, la concentración aparece como preferible y necesaria.

No comparto estas posturas, pero las considero razonables. Debido a la completa subordinación de todo lo que ha sido el Estado mexicano (Poder Judicial, Poder Legislativo, entes regulatorios, Banco de México, instancias electorales, fuerzas armadas, agencias de inteligencia) a la Presidencia desde los años treinta hasta el último decenio del siglo pasado, pienso que entre más autonomía de cada ámbito del andamiaje institucional, mejor. Lo dice un francófilo empedernido, admirador de la administración central francesa desde Colbert hasta De Gaulle. México debe vivir un largo tránsito de separación de poderes, de autonomía de los espacios estatales, de libertades individuales y colectivas, de transparencia y de rendición de cuentas, como penitencia por sus décadas de autoritarismo. Prefiero los excesos del desorden a los rezagos de una predilección por la autoridad profundamente inscrita en el alma mexicana. Y creo que la simulación actual constituye el peor escenario posible. Cambien la ley y la Constitución entonces, y acaben con la falsa autonomía para establecer la concentración de facto y de jure.

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