En 1974 se estrenó en tierras mexicanas la película El Exorcista. Supongo (porque yo tenía entonces doce años) que llegó en medio de la expectativa y el morbo, tras un año de exhibición y revuelo en Estados Unidos. Los estrenos ocurrían cargados de expectativas, con el retraso propio de un país de puertas cerradas al mundo. Finalmente llegó el día y la cinta se exhibió en los cines nacionales; lo que sucedió merece recordarse.

De acuerdo con notas periodísticas de la época, la película causó verdadera conmoción: «Enormes colas antes de cada función», «Hombres desmayados, abandonan la sala…» (El Universal, diciembre de 1974). Mis padres, luego de verla, hicieron lo mismo que muchos papás de entonces: me prohibieron tajantemente acercarme a esa historia. El veto no fue un capricho: la satánica trama vivía en un territorio al que solo se accedía cruzando una puerta física. Había que ir al cine, hacer fila, comprar un boleto, colarte en una función con clasificación «C, solo adultos». El miedo, el morbo y la emoción estaban encapsulados en un lugar concreto. Si uno quería asomarse a ese abismo, debía tomar la decisión de caminar hacia él. El mundo todavía tenía barandales y distancias, fronteras visibles que ofrecían una forma de protección tan real como efectiva.

Hoy ese tipo de filtros ya no existen. El material potencialmente dañino (cada quien póngale su adjetivo: oscuro, excesivo, corrosivo, adictivo, etcétera) más que buscarse, llega a nosotros. Desconozco si actualmente hay niños de doce años que hayan visto El Exorcista. Desde esa memoria de la infancia observo la reciente decisión del gobierno de Australia que acaba de prohibir que los menores de 16 años tengan acceso a redes sociales. Y aunque a muchos la medida les parezca exagerada, entiendo su lógica: antes, las puertas cerradas eran parte del mundo; ahora hemos construido un ecosistema incapaz de establecer límites.

Un punto medular no es solo el contenido, sino su inmediatez y omnipresencia. El Exorcista no podía irrumpir en tu cuarto a medianoche; las redes sociales sí. La arquitectura digital construyó otra pesadilla: eliminó la distancia y la espera entre el deseo y su satisfacción. Cuando estas fronteras se vuelven porosas, las sociedades comienzan a imponer prohibiciones para restaurar los márgenes perdidos. Más allá de ser un gesto moral es también un intento de recuperar la capacidad de formar criterio en quienes aún no lo tienen.

En México recientemente se legisla imponer severas penas a quienes comercialicen y consuman la inhalación de aerosoles producido por un dispositivo electrónico («vapeo»). Confieso mi propia contradicción: estoy a favor de prohibir las redes a los menores, pero no estoy de acuerdo con prohibir el vapeo a los adultos. Se prohíbe el vapeo con un argumento sanitario, pero se toleran otros excesos igual de nocivos. A mí no me interesa que me protejan de mí mismo. Los adultos tenemos derecho a equivocarnos, a fallar, a asumir el costo de nuestras decisiones. A lo que no tenemos derecho es a exponer a los menores a un entorno diseñado para secuestrar su atención (o algo peor) antes de que puedan defenderse.

Una sociedad madura distingue entre tutelar a los niños e infantilizar a los adultos. La protección es un acto de cuidado; el paternalismo, uno de desconfianza. Quizá por eso la medida australiana no me suena a regresión, sino a reconocimiento: el mundo digital dejó de ser un parque y se volvió un bosque donde los depredadores son invisibles o pasean con piel de oveja. No se trata de negar el internet, sino de administrarlo como se administran todos los poderes: con gradualidad.

Pienso entonces en aquel niño de doce años que no pudo ver El Exorcista. Mis padres no buscaban censurarme; buscaban ganar tiempo para que yo creciera lo suficiente como para interpretar lo que estaba viendo. Tal vez eso mismo intenta Australia: devolverle tiempo a la infancia, tiempo para que el mundo no entre antes de que uno esté listo para recibirlo.

Las prohibiciones, al final, son un espejo. Y cuando las dirigimos a los menores, lo que exorcizamos no es solo su vulnerabilidad, sino nuestra incapacidad de acompañarlos en un mundo que fabricamos sin barandales, pero con precipicios.

@eduardo_caccia

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