Hugo Hiriart cumple ochenta años el próximo 28 de abril. Sus lectores, colegas y discípulos saben a qué grado Hugo es una de las presencias más valiosas en la cultura mexicana desde hace medio siglo. ¿Cómo definirlo? Susan Sontag decía que el polímata es «la persona que se interesa en todo, pero en nada más». Hugo se interesa en todo, y en algo más.

Yo lo leía desde los años sesenta, cuando escribía en Excélsior artículos sobre la vida pública desde un ángulo insólito, personal. Era un filósofo en toda forma pero no estaba afiliado a ninguna institución ni escuela de pensamiento. Había tomado todas las clases que impartía José Gaos en la Facultad de Filosofía y Letras. En ese sentido, era un filósofo ecléctico, un nieto de Ortega y Gasset interesado en la de la filosofía. Pero, a diferencia de Ortega, no creía en los sistemas filosóficos. Y menos aún en el marxismo y el existencialismo que según Karl Jaspers eran las dos grandes necedades intelectuales del siglo XX. A Hugo lo exasperaban las ideologías de cualquier índole, y por eso estudió lógica y leyó concienzudamente a Wittgenstein.

¿Un filósofo analítico? No propiamente. Esa corriente le aportaba instrumentos insustituibles de claridad y racionalidad, sobre todo en un medio propenso a la mala argumentación y el dogmatismo. Debido a la influencia de don Fernando, su padre -un notable ingeniero civil que pertenecía a una generación de eminentes matemáticos-, llegó a tomar cursos en la Facultad de Ciencias. Alguna vez me contó su entusiasmo por las clases de geometría analítica y cálculo diferencial que le había dado un teniente de corbeta retirado, en la Escuela Nacional Preparatoria. Pero no se convirtió en un filósofo de la ciencia.

¿Qué clase de filósofo es, entonces, mi amigo? Un escritor filosofante. En la imaginación creativa de Hugo todo se vuelve filosófica: los sueños, las lecturas, las minucias de la vida, los animales, las nubes. Gaos decía que había vivido «a caballo entre la filosofía y la historia». Hiriart ha vivido a caballo entre la filosofía y la literatura. Tiene un espíritu curioso y juguetón, como el de Alfonso Reyes, aunque es menos sistemático que aquel maestro supremo. Pero, a diferencia de Reyes, es novelista. Sus novelas inventan mundos, aventuras, seres mitológicos, como Stevenson o Swift. Me gusta Galaor (1972) por su atrevida reconstrucción de la novela de caballerías, que en la década de los setenta era una rareza. Y Cuadernos de Gofa, que es de 1981, porque es la construcción de una civilización imaginaria de principio a fin, llena de caracteres que pueden parecer una actualización del mundo grecolatino que él conoce tan bien. El agua grande (2002) es una novela corta plena de sabiduría sobre las maneras de narrar y una reflexión del género que es difícil de encontrar en lengua española.

Hay algo en él de niño asombrado. Ha escrito obras de para niños y hasta ha reinventado en el teatro de marionetas. Dicho lo cual, es un dramaturgo de graves temas bergmanianos. Como guionista, ha colaborado en las magníficas películas de Guita Schyfter, su mujer, como Novia que te vea y Huérfanos. ¡Me olvidaba! Es pintor. Tengo varios óleos suyos en mi casa. Solo le ha faltado -que yo sepa- ser actor.

Hugo es nuestro doctor Johnson. Su paraíso -me consta- son las librerías y ha leído bibliotecas. Su omnisciencia adopta formas y tonos socráticos. Le gusta dar ejemplos y dar clases, aclarar y explicar. Pero sobre todo conversar.

«se interesa en todo, y en algo más». Ese algo más es la fe. Quizá el mayor magisterio en su vida lo ejerció José Manuel Gallegos Rocafull, sacerdote y filósofo español transterrado que escribió obras maestras de filosofía tomista e historia del pensamiento católico en España y México. Hugo no estudió en colegios católicos sino en escuelas oficiales, y quizá por eso pudo entablar una relación libre, gozosa y fructífera con la cultura católica, al margen de la estructura clerical. Por eso es un pensador religioso muy original. Su último título, Lo diferente. Iniciación en la mística (2021), es una joya: una pequeña y diáfana autobiografía espiritual, una evocación honesta de sus caídas e iluminaciones, una amigable cátedra sobre la intimidad religiosa, una mirada compasiva y sabia sobre los temas eternos de la condición humana: el mal, lo diabólico, el amor. Su humanismo es el de Pascal. Hugo escribe sobre los hombres, con la mirada puesta en Dios.

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