Entre la conversación que sostuvieron el viernes pasado Biden y López Obrador, y el viaje hoy del secretario de Relaciones a Washington, junto con las obvias dificultades recientes con Estados Unidos, podemos deducir que tiene hoy varios frentes abiertos con nuestro vecino. Unos no surgen de circunstancias en nuestras manos; otros provienen de obsesiones o errores del .

Las tensiones en la frontera, desde las inspecciones de tráileres impuestas por el gobernador de Texas hasta el creciente número de haitianos, cubanos y centroamericanos, anticipando —tal vez ilusoriamente— el fin del llamado Título 42 el 23 de mayo, se originan en  Estados Unidos. En parte provienen de consideraciones electorales, en parte de pulsiones más profundas de la sociedad norteamericana. Son inevitables. Pero otros roces actuales con Washington nacen de la confusión, la ignorancia, la cobardía y la ideología del gobierno de México, y son perfectamente eludibles; constituyen errores autoinfligidos.

Uno ya ha sido ampliamente comentado. Se trata de la ambigüedad de la posición mexicana sobre la invasión rusa de . Por un lado, condenamos la invasión en el Consejo de y la Asamblea General de la ONU; por el otro, nos abstuvimos ante la suspensión de del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y como observador de la OEA, y nos hemos negado a imponer sanciones al gobierno de Putin. Nada de esto encierra una enorme gravedad y, salvo por el irritante innecesario en la relación con Biden y mostrar una obcecación infantil y anacrónica en el mundo, no reviste mayor importancia.

El segundo error autoinfligido —más grave— parece ser la insistencia de López Obrador en que Biden invite a a la a celebrarse en a principios de junio. Tal vez insista también en los casos de Daniel Ortega y Nicolás Maduro, pero su corazoncito pertenece al otro dictador de la troika tiránica: Miguel Díaz-Canel.

Como algunos lectores recordarán, la Cumbre de las Américas fue un invento de Bill Clinton en 1994 para lanzar la idea de la zona de libre comercio de las Américas (ALCA), en el marco de la OEA. Se celebraron varias reuniones desde entonces (Santiago, Quebec, Veracruz, Mar del Plata, Trinidad y Tobago, Quito, San Salvador). El anfitrión invita a quien desea, aunque en principio acuden todos los miembros de la OEA. El problema este año es que el anfitrión es Estados Unidos, y cuatro países son problemáticos para ellos.

Primero, Venezuela. Washington sigue reconociendo (sin gran entusiasmo) a Juan Guaidó como presidente de ese país, de suerte que o no invita a nadie, o lo convoca a él, pero por ningún motivo a Maduro. En el caso de Ortega, Nicaragua anunció hace tiempo su salida de la OEA, y la aceleró en las últimas semanas. Incluso expropió la sede de la organización de Managua. De modo que, en este caso, tampoco hay problema. Ni con Bukele de El Salvador: Biden no lo quiere, pero creo que se resignará, y si no fuera requerido, no le importaría a nadie. El caso de Cuba es mucho más complicado.

Raúl Castro fue invitado a Panamá en 2015 y el canciller cubano asistió a la reunión de Quito en 2018. Washington disponía de dos opciones: acudir y sentarse con él —lo que hizo Obama— o enviar a alguien y que no coincidieran —lo que hizo Trump con su vicepresidente Pence—. Pero siendo anfitrión, Biden tiene la alternativa de no invitar a Cuba, y punto.

Es lo que parece haber resuelto. Los demás invitados de izquierda pueden —o no— hacerse de la vista gorda. Es lo que harán seguramente Luis Arce de Bolivia, Gabriel Boric de Chile, Alberto Fernández de Argentina, y varios del Caribe. López Obrador ha decidido colocar el tema de la inclusión de Cuba en la agenda, y seguramente lo reiterará en sus discursos en La Habana en estos días. No creo que Biden ceda.

La pregunta para la 4T es sencilla. Si Pinochet aún fuera presidente de Chile  ¿debiera invitarlo Biden?, ¿debiera cabildear México para que lo invitara? De preferirse una analogía más reciente, si Jeanine Áñez, la ultraderechista boliviana que sucedió a Evo Morales después su destitución/renuncia por fraude siguiera en funciones en lugar de encontrarse presa ¿debiera ser invitada a Los Ángeles?, ¿debiera México presionar a Estados Unidos para que lo fuera?  ¿Vale la pena seguir haciéndole caravanas a la dictadura isleña, incluso al costo de abrir más frentes con Washington? Lo dudo.

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