El gran teórico pertenecía al círculo de y por tanto conocía la célebre del maestro: «Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no lo haga por el camino de la , cuyas tareas, que son muy otras, solo pueden ser cumplidas mediante la fuerza». Ese uso de la fuerza -sostenía Weber– es consustancial a todo Estado racional, que lo ejerce de manera legítima en un territorio determinado. Sin ese pacto en el que los individuos ceden un margen de libertad para vivir con un margen de seguridad, se desataría la situación hobbesiana de «la guerra de todos contra todos». Pero si la acción no tiene como marco la política racional (parlamentaria, democrática) guiada por una «ética de la responsabilidad» sino la pasión revolucionaria guiada por una «ética de la convicción», el pacto cambia de naturaleza: ya no es entre los hombres sino con el mal. Se vuelve, dice literalmente Weber, diabólico.

Lukács siguió el magisterio de Weber hasta que de una semana a otra, con el ascenso de la Revolución rusa y sus reverberaciones en Budapest, Berlín y Múnich, fue presa de una súbita conversión al marxismo y escribió un artículo de fe: «El bolchevismo como problema moral». Allí explicaba su transformación aduciendo que en la «edad de la absoluta pecaminosidad» no había escapatoria para los hombres que quieren preservar su pureza moral. «Todos los hombres debían elegir entre la violencia puntual y efímera de la revolución y la violencia permanente y sin sentido del viejo mundo corrupto». Y para defender la primera opción proponía un salto dialéctico:

El más alto deber para la ética comunista es aceptar la necesidad de actuar de manera inmoral. Es el mayor sacrificio que la revolución exige de nosotros. La convicción del verdadero comunista de que el mal se transforma en bendición a través de la dialéctica de la evolución histórica.

Lukács -intelectual al fin- no ignoraba el dolor que infligía la revolución. No sin remordimientos, lo asumía como un estadio ineludible en la gran marcha de la hacia la redención.

Lenin -político al fin- no tenía remordimientos. En su conversación con él (1920), Bertrand Russell se sorprendió del desprecio con que el líder hablaba de los campesinos, prejuicio que heredaba de Marx, para quien la «imbecilidad campesina» sería superada, aplastada por la clase proletaria. Y como prueba de la «pureza» de sus convicciones, emitía estas instrucciones de cómo tratar a los «kulaks», propietarios campesinos: «Tomen rehenes. Que a cientos de kilómetros a la redonda la gente pueda ver, temblar, saber, gritar: están estrangulando y estrangularán a muerte a los kulaks chupasangres». En 1921, no solo los kulaks enfrentarían la brutal represión: también los marinos de Kronstadt, a quienes los bolcheviques debían buena parte de su victoria.

Ante el desastre económico generalizado, en un acto de realismo, Lenin propuso antes de morir la famosa NEP, Nueva Política Económica que liberalizó la economía y dio un breve respiro al régimen. Pero todos sus sucesores, comenzando por Trotski y culminando con Stalin, urgirían arrasar sin misericordia con todo aquello que se opusiera al gran designio histórico. El resultado fue la hambruna provocada por Stalin en Ucrania, que en el invierno de 1933 a 1934 mató a más de tres millones de personas. Seguirían juicios, persecuciones, encarcelamientos, torturas, fusilamientos, confinamientos, campos de trabajo y concentración, con un saldo de diez millones de muertos.

Tengo la certeza de que el mandamiento de la ética comunista estuvo en el centro de todos los movimientos revolucionarios del siglo XX (de a Camboya, de Cuba a Nicaragua). Una vez firmado el «pacto con el diablo», no hay marcha atrás. Aunque la violencia de la revolución no fuera tan «efímera» como el revolucionario esperaba, aunque durara años o décadas, aunque no fuera tan «puntual» como había previsto, aunque llevara a la tumba a millones de seres humanos, siempre era preferible a «la violencia permanente y sin sentido del viejo mundo corrupto» al que el revolucionario podía culpar hasta la eternidad.

El comunismo solo sobrevive en los regímenes totalitarios como Corea del Norte y Cuba. Pero su pacto diabólico está vivo en ciertos populismos, al margen de su ideología: no matan (directamente) a millones, pero destruyen la vida de mil maneras. Bendecidos por la «pureza» de sus fines, no tienen remordimientos con los medios. Hacen el mal a sabiendas.

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