Como ya se ha dicho hasta la saciedad desde hace muchos años, una de las principales características del régimen priista, y de la inercia que lo sucedió a partir de 2000 y hasta 2012, fue el ritualismo. México es un país de ritos, el PRI es lo más mexicano que hay, y por lo tanto era lógico que el PRI sistemáticamente insistiera en el respeto a toda una serie de ritos. Esto va desde la solemnidad y los legalismos de determinadas instituciones –la Presidencia, el Congreso, la Suprema Corte, los gobiernos estatales– y hasta lo ridículo: el día del ingeniero, del albañil, del aviador, de la enfermera, del médico, el día del niño, etcétera.
Se entendía que los gobiernos priistas se empecinaran en eso y que la inclinación de todos los sectores pertenecientes al régimen en su acepción más amplia, también lo hicieran, desde finales de los años 20 hasta el dizque informe de Peña Nieto del sábado. Lo que no se entendió, o en todo caso muchos no entendimos en el 2000, fue cómo el gobierno de la alternancia, que se proponía explícita o tácitamente construir un cambio de régimen, cayera en el mismo ritualismo. Fox contempló, durante la transición y a principios del gobierno, algún tipo de ruptura con todos estos ritos priistas, que son a la vez profundamente mexicanos, pero desistió de hacerlo. La discusión en su equipo de transición y en su gabinete enfrentó a quienes pensaban que había que romper no sólo con el fondo del viejo régimen sino con su simbolismo y sus ritos justamente, y a quienes pensaban que, al contrario, convenía enfatizar el respeto del gobierno de la alternancia por la continuidad ritual, identificando institucionalidad con ritos y con mexicanidad. Como es bien sabido, la partida la ganaron los campeones de la continuidad.
Lo extraño es que ahora la cuarta transformación, Morena, y López Obrador, están replicando con gran exactitud el comportamiento de Fox en 2000, 2001 y 2002. Al escuchar las palabras del propio Presidente electo, del presidente de la Cámara de Diputados, del presidente del Senado y de otros voceros del equipo de López Obrador, se distingue fácilmente esta reverencia por los ritos, identificada con respecto, por las instituciones. No sólo no quieren generar ningún tipo de ruptura con lo que ha sucedido en el pasado, sino que al contrario buscan subrayar su fidelidad y su pertenencia a esa ritualidad. De la misma manera, se nota también una división entre las fuerzas de Morena. Hay a quienes les encantan los ritos: desde luego los expriistas, que son los más entre las filas de Morena, pero también algunos que, aunque provengan de la izquierda quieren demostrar su institucionalidad a través de ese su apego a esta forma de hacer política y de gobernar. Otros, procedentes del activismo social, de las filas de la izquierda, o quizás de sectores un poco más sofisticados intelectual y culturalmente, se sienten ofendidos por ese respeto reverencial por los ritos y, al contrario, les genera cierta repugnancia que se insista tanto en esa visión. Todo indica que López Obrador, al igual que Fox, ya tomó su decisión, no habrá ruptura de ritos, porque estos últimos son el equivalente de las instituciones, y las instituciones son la esencia de la mexicanidad y de la Constitución. López Obrador no va a preguntarse cuál es el origen de esa Constitución, de esas instituciones, de esos ritos, y si deben conservarse o desecharse, remitiéndolos por fin al basurero de la historia. Sí querrán recortar el gasto en lujos, prebendas, sueldos, en la burocracia, en el Congreso, en el Poder Judicial, pero no el embalaje en el que todo eso viene envuelto. Todo parece indicar que piensan que se puede tener lo uno sin lo otro. Lo que se vio hace dieciocho años en el gobierno de Fox es que no es posible lograrlo.