A principios de 1976, cuando Echeverría había destapado a López Portillo, Daniel Cosío Villegas reflexionaba sobre la ecuación poder/popularidad en la sucesión presidencial. En el sistema político mexicano había varias reglas no escritas que solían cumplirse puntualmente. Tratándose de popularidad, la norma era que el mandatario en turno comenzaba a perderla en su último año de . Por eso los presidentes empeñaban todos los recursos públicos a su alcance para exaltarse a sí mismos y a sus obras. En general fracasaban, no solo por el hartazgo que provocaba el autobombo sino por efecto del propio destape, al que acompañaba la esperanza en un presidente que resultara mejor o por lo menos distinto al saliente.

¿Qué ocurría con el poder de un presidente cuya popularidad menguaba? Por lo general, bajaba también, pero podía mantenerse y aun crecer, porque, a diferencia de la popularidad o impopularidad que se manifiesta de manera libre y espontánea, en esa época el poder se ejercía dentro del aparato político oficial.

En otras palabras, un presidente crecientemente impopular podía acrecentar su poder, sin importar que hubiera elegido ya a su sucesor.

Era el caso de Luis Echeverría. Meses antes había concebido el dulce sueño de la reelección. Al entender que era imposible, destapó a su cuate López Portillo, quien respondió al regalo con inusitada obsequiosidad. Echeverría aprovechó esa actitud para designar a los nuevos mandos del , cercar verbalmente al candidato (que llegó a declarar su voluntad de incorporar a Echeverría al gabinete) y adelantar las listas de candidatos a diputados y senadores del PRI. El plan era claro: si no la reelección, al menos el maximato.

Cosío Villegas arribó a tres conclusiones sobre la coyuntura , que partían del «estilo personal de gobernar» de aquel locuaz y ubicuo presidente:

La primera, que uno de los rasgos más salientes de ese modo de ser es una repugnancia invencible a crear y mantener un clima público despejado y estable; por el contrario, parece imposible de reprimir su inclinación a perturbarlo de continuo con actos y palabras inesperados.

La segunda, que si bien es de la condición misma del político alcanzar, mantener y aumentar su poder, en el caso de Echeverría se ha llegado al extremo de la enajenación, o sea el uso del poder […] con el único y exclusivo propósito de demostrar, aun de alardear de que se tiene ese poder omnímodo, y que nada ni nadie se atreve a limitarlo…

La tercera conclusión es que, en parte por esa sed insaciable de poder y en otra por su temperamento personal, Echeverría ha terminado por creerse un Mesías, es decir, el escogido por Dios para revelar al mundo la Verdad.

Buen profeta, don Daniel anticipaba que Echeverría llegaría al 1 de diciembre con el 70% de poder frente al 30% de su sucesor, pero no descartaba que a fin de año la proporción no solo pudiera invertirse sino que Echeverría podía perder aun esa tajada: «pues debe admitirse que un Presidente mexicano tiene los recursos necesarios para abatir pronta y definitivamente al más guapo que se le plante enfrente».

Cosío Villegas murió en marzo de 1976, sin conocer el desenlace que confirmó su profecía. Echeverría abusó del poder a lo largo de ese año (el golpe a Excélsior) y hasta se dijo que mandó a poner un teléfono con la línea presidencial en su casa de San Jerónimo. Pero ya en la Silla, el presidente López Portillo le encomendó representarnos en una remota zona del globo con la que necesitaba estrechar vínculos de amistad: las islas Fiyi.

La se repite. Control del proceso, control de «las corcholatas», control del programa futuro de gobierno, incesante agitación pública, voluntad insaciable de poder, mesianismo. Es posible que López Obrador llegue al final de su mandato con más de un 50% de popularidad pero no podrá transferirla a ninguna de sus desangeladas «corcholatas». Más aún, a diferencia de los tiempos de Echeverría, habrá seguramente una candidata de oposición, Xóchitl Gálvez, que alcance una popularidad similar.

¿Conservará una tajada transexenal de poder? No lo creo. Aquel mesías tuvo que resignarse a dejar el poder. Este deberá resignarse también, ya sea por decisión de quien llegue a la presidencia o, si no, por la acción de los otros poderes de la república (el y la SCJN) que, junto con la ciudadanía, le impongan ese límite.

Por lo demás, México ha descuidado su vínculo diplomático con las islas Fiyi. Habría que remediarlo.

www.enriquekrauze.com.mx

Dejar respuesta

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí