Signo de nuestro tiempo, la fotografía se ha vuelto tan cotidiana como obsesiva. En la era análoga nos acompañaba en ocasiones especiales, para guardar momentos en los que administrábamos un rollo de 12, 24 o hasta 36 exposiciones. La captura digital primero, y la integración al teléfono inteligente, después, detonaron el hábito de fotografiar como materia prima del intercambio social. La representación visual ha superado al texto y con ello a la reflexión. Nos hemos vuelto generadores compulsivos de imágenes, a tal grado que tomar fotografías nos estorba para apreciar la realidad sin la mediación tecnológica.
¿Cómo combatir el «sifoco»? Por un lado, entender que no solamente nos impide vivir a plenitud un momento, también aceptar que tenemos un impulso por compartir (ipso facto) nuestra vida, como una dependencia de ser validados por los demás. ¿Es más valioso apreciar la obra de Klimt por unos minutos o comunicar a los demás (con una foto) que estuvimos frente a una obra de Klimt?
En la película La vida secreta de Walter Mitty, él trabaja en el departamento de fotografía de la revista Life. Lleva una vida monótona hasta que decide partir en busca de aventuras. Llega a un remoto pueblo del Himalaya donde le espera el legendario fotógrafo expedicionario Sean O’Connell, quien anhela fotografiar un raro y elusivo leopardo de las nieves. Mitty y O’Connell aguardan entre las rocas desde su improvisada atalaya con la esperanza de ver al felino. La cámara, sostenida por un tripié entre las escarpadas formaciones de la montaña, apunta a una oquedad desierta. De pronto el fotógrafo mira a través del lente y ve la majestuosa criatura. Invita a Mitty a asomarse por el cristal. Cuando es momento de apretar el obturador, O’Connell se aleja de la cámara y observa al leopardo. «¿A qué hora vas a tomar la foto?», inquiere el compañero; el fotógrafo le explica que hay momentos que prefiere vivirlos a plenitud que capturarlos en una imagen. El sacrificio es una lección.
Más Vida, menos #Vida.
@eduardo_caccia