Según la tradición, existen siete pecados capitales: lujuria, ira (de enojo y no del “verbo” de “irar”), gula, envidia, avaricia, pereza y soberbia. Para quienes (malamente) se denominan a sí mismos “políticos”, esta lista, más que situaciones a evitar, parecen condiciones que cumplir, como si fuera un “check list”. Eso sí, esta lista, que bien pudiera decirse de “requisitos”, no tiene excepciones; agarra parejo, sin distingo de colores ni siglas.
La soberbia es, desde la perspectiva de quien esto escribe, la que más daños trae a la colectividad. Para quienes no nos queda claro que significa dicha palabra, siempre está el “tumbaburros” (diccionario), el cual la define como: “Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros”, y también dice que es: “Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás”. Es decir, se trata de un acto, más que solidario, egoísta.
La soberbia es, pues, todo lo opuesto a la “humildad”. Una bien llamada virtud que consiste: “en el (re)conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”. Algo que, para los pseudopoliticos, resulta ajeno y que debería de ser una obligación, pues, al final, la naturaleza de la política radica en la colectividad.
El “pecado” de la soberbia puede condenar grandes y fructíferos proyectos para nuestro país. La trinchera política tiene una repercusión directamente proporcional en la social, de ahí que, como dijera Napoleón I (Bonaparte): “Un Hombre de Estado debe tener el corazón en la cabeza”. Esto último se traduce en la necesidad de que el o la gobernante tenga la sensibilidad suficiente para escuchar, comprender y atender las demandas de la gente. Sin embargo, también es necesario que las decisiones que tomen los gobernantes respondan a la realidad en la cual se vive y logren los mayores beneficios comunes, que sean posibles.
El modelo de la “Cuarta Transformación”, que no es la cuarta (como si las transformaciones históricas de nuestro país pudieran enumerarse), ni tampoco ha representado las mejoras que México requiere. En síntesis: no es la panacea. Aunque, para ser ecuánimes debemos reconocer que esta forma de gobernar (entendido como la capacidad de “dirigir un país o una colectividad política”), sí ha encausado la decepción, el hartazgo y el castigo de la ciudadanía hacia formas de hacer política que han excedido los límites de la soberbia.
Y es que, haciendo un ejercicio concienzudo, la realidad es que la mayor parte de los mexicanos respaldan al presidente López Obrador, no por su trabajo, ni por sus resultados, sino por escuchar, empatizar y atender favorablemente las exigencias ciudadanas para cobrarle la factura a quienes tanto abusaron en el pasado. Si bien es cierto que hay honrosas excepciones, no podemos negar lo que es obvio: el sistema que prevaleció en nuestro país se corrompió y provocó una revancha.
Es tal la frustración que generaron los inmoderados hombres y mujeres del poder, que hoy los ciudadanos respaldan las decisiones públicas sin cuestionar, aún y cuando muchas de ellas generan o generarán un impacto sumamente adverso para todos, menos para quienes administran el poder (obviamente).
La oposición tiene una imagen tan desgastada, que la idea de un modelo “justiciero” resulta bastante atractiva. Mientras, sigue dejándose “torear” con singular obediencia por el “Héroe de Tepetitán”. Si fuera toro, sería boyante, pero sin bravura.
Así, la soberbia continúa siendo la constante de los malamente llamados “políticos”. ¿Y por qué malamente? Porque desvirtúan la esencia de la política que es, precisamente, el bienestar de la gente.
Post scriptum: “No hace falta un gobierno perfecto; se necesita uno que sea práctico”, Aristóteles.
*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).