México tiene una sociedad diversa, cuyos atributos son celebrados por propios y extraños. Tiene también aspectos negativos que suelen pasarse por alto y que, en un ejercicio de mirarse al espejo, es justo reconocer. Somos, por tradición y por herencia cultural, una sociedad clasista y racista, que con el paso de los años ha normalizado las diferencias (en el mejor de los casos exhibimos cicatrices culturales, parte de nuestra identidad).
Buena parte de esa idea de una sociedad estratificada subsiste hasta nuestros días. Han surgido nuevas etiquetas con las que se expresa la tensión social de ser un país tan policromático, culturalmente hablando. Arrastramos el ideal del mestizaje como aspiración a una nueva identidad. Así, han surgido expresiones poco sanas, para seguir marcando las diferencias que, aunque nos separan, también nos aglutinan.
Recorramos brevemente algunas de las etiquetas despectivas con las que el México contemporáneo intenta forjar identidad (digamos, describir quién soy yo, pero también quién no soy yo). Ahí está el vocablo «naco», para quienes no se adhieren a las normas y prácticas de una cultura dominante, que impone desde el gusto estético hasta lineamientos morales. Existen los «fifís», voz asociada a sectores conservadores y elitistas, usado con frecuencia para marcar la división socioeconómica y las expectativas de clase. Los «chairos», etiqueta usada para denotar a un izquierdista percibido como idealista o poco práctico. Este término, junto con el de «fifís», refleja la polarización política y social de los últimos años. Ahora tenemos un neologismo: «whitexican», utilizado para describir a aquellos que, teniendo raíces mestizas, prefieren identificarse con lo europeo o estadounidense, evidenciando tensiones de identidad cultural que irritan a quienes no se consideran whitexicans.
En la raíz de este problema está una educación que no ha logrado ser del todo inclusiva, perpetuando divisiones que se arraigan desde la infancia. Implementar programas educativos que aborden tanto las barreras económicas como culturales es crucial para desmantelar las estructuras de clasismo y exclusión (y esto no debería verse como una amenaza, a menos, claro, que existan posiciones a quienes no les convenga que otros grupos se desarrollen).
Las políticas públicas tienen un papel fundamental en la tarea de un México menos clasista. Un sistema de bienestar (palabra que no debe politizarse, como alguna vez le sucedió a «solidaridad«) es clave para reducir brechas sociales. Las campañas de sensibilización que educan y promueven el respeto hacia la diversidad cultural y étnica son fundamentales. Estas iniciativas pueden cambiar percepciones y reducir los prejuicios arraigados que perpetúan el clasismo y el racismo.
La diversidad cultural mexicana nos une y nos separa, nos fortalece y debilita. En este contexto, hoy más que nunca es válido tener la aspiración de reconfigurar nuestros enfoques y políticas para forjar una sociedad que trascienda las divisiones históricas y abrace un futuro más inclusivo. Este es uno de los retos para quien sea presidente de México.
@eduardo_caccia