Nuestra relación con el agua es tormentosa. La metáfora encierra la dramática literalidad que se sustenta en las noticias de temporal. La escasez se vuelve abundancia. En muchas ciudades cada vez hay más inundaciones. El agua no sólo tiene memoria, parece que también rencor. En el fondo, la culpa es nuestra. Como cauce furioso, arrastramos años de desprecio y malos manejos alrededor de nuestra relación urbana con los ríos, lagos, humedales y otros cuerpos acuíferos.
Chalchiuhtlicue, «la de la falda de jade», era la diosa del agua, de los lagos, los ríos, los mares y los manantiales en la mitología mexica. Esposa de Tláloc (por si necesitáramos más referencias meteorológicas), era asociada con el poder de generar tempestades y torbellinos, podía hundir navíos y ahogar seres humanos. La dualidad mítica también la hacía protectora de los navegantes. Como ironía poética, la calle que lleva su nombre hoy es navegable.
Sí, el agua tiene memoria, quienes parece que no la tenemos somos los habitantes de las ciudades de México que, lejos de tender puentes con los ríos, y canales, los desaparecemos. Por el Viaducto de la Ciudad de México corría el río de La Piedad. Del río Mixcoac queda el nombre de la avenida y un secreto ducto que arrastra sus despojos. En Guadalajara (cuya etimología parece otra ironía, «río que corre entre piedras») alguna vez existió el río San Juan de Dios. En Monterrey, el lecho del río Santa Catarina atraviesa la zona metropolitana como una herida al cielo, que despierta de vez en cuando para reclamar su lugar. Arrastramos la tradición colonial de haber secado Tenochtitlan. Ante tal degradación, es un milagro que todavía exista Xochimilco.
En México hemos visto a los cuerpos hídricos como obstáculos. La desaparición y deterioro de los recursos acuíferos no es solo una cuestión de desarrollo urbano mal planeado, es una pérdida patrimonial, cultural, una desconexión con la naturaleza. Es también un síntoma de cómo hemos priorizado el crecimiento económico y la expansión territorial sobre la sostenibilidad y la calidad de vida. Sugiere que hubo arreglos por debajo del agua; hoy flota un tufo a corrupción entre gobierno y particulares, donde la voracidad de los desarrolladores cubre de asfalto espacios por donde antes el agua era absorbida al subsuelo.
Cada año peatones y automovilistas se rifan la vida ante la posibilidad de desaparecer por alcantarillas o ser arrastrados por corrientes imprevistas. Como civilización hemos superado enfermedades, hemos logrado prodigios tecnológicos sin precedentes, pero somos incapaces de leer las señales básicas del agua. En su poema «La gota», José Emilio Pacheco lo vio venir, como quien presagia la tormenta: «La gota estuvo allí en el principio del mundo. / Es el espejo, el abismo, / la casa de la vida y la fluidez de la muerte».
Afloran en las calles sorpresivos socavones, es el agua que nos reclama, nos recuerda nuestra ceguera y voracidad, y encierra siempre una promesa: volverá.
@eduardo_caccia