Por alguna razón, el desamor tiene un mayor magnetismo mediático (rating) que su opuesto. Hay algo profundamente seductor en la grieta del roto. En los resquicios del despecho encontramos la misma fascinación que al mirar el abismo: una mezcla de temor y atracción. Mientras los finales felices sellan una como si fueran un escaparate en una tienda de moda, los relatos de corazones partidos nos abren puertas a la catástrofe personal, esa que todos tememos, pero inevitablemente conocemos.

El desamor, el desencuentro, como tema universal, se ha incrustado en varios géneros expresivos. No es casualidad que las canciones que permanecen en nuestra memoria no sean las que celebran el amor eterno, sino aquellas que narran despedidas amargas, traiciones inesperadas y soledades profundas. Desde las letras devastadoras del maestro del despecho, José Alfredo Jiménez: «Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar»; pasando por Juan Gabriel: «Yo era muy feliz, yo vivía tan bien, hasta que te conocí»; hasta Christian Nodal: «Ya no somos, ni seremos», o Armando Manzanero: «Esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú» (de haber estado, no tendría el efecto nostálgico de la ausencia), e incontables ejemplos más, es el lado del sufrimiento lo que nos golpea y deja fuertes improntas (la emoción es el pegamento de la memoria).

Recientemente visité un restaurante bar que hace del despecho su producto más consumido, su materia narrativa. Ni sus , ni sus bebidas y su servicio son extraordinarios; lo que lo hace único es que ha logrado una coreografía orgánica entre sus clientes. Suenan canciones de desamor y en grandes pantallas se puede seguir la letra. Los meseros reparten un simulacro de micrófono en cada mesa, y de pronto, la complicidad surge. y hombres cantan estrofas donde se recuerdan traiciones, falsas promesas y descalabros. Al compás de la palabra «¡Mientes!» (parte icónica de la canción de Camila), una multitud grita al unísono, prueba de que el desamor no es un evento ajeno; es un recordatorio de que todos hemos perdido algo. Lo irónico es que, en medio de ese viacrucis voluntario, la gente pasa un buen rato.

La literatura es otro gran escenario del desamor. Tolstói, explorador de la naturaleza humana, dibujó en Anna Karénina un panorama inolvidable donde el desencuentro y el sufrimiento emocional dejan una profunda huella en el lector. Juan José Arreola, maestro de la brevedad, creó en «La migala» una obra de arte donde el personaje central, tras una decepción amorosa, adquiere una migala (una araña venenosa) y la libera en su hogar, sumergiéndose en una constante angustia y miedo. Esta situación refleja su tormento interno y la desesperación causada por el desamor. El relato es una metáfora de cómo el dolor emocional puede llevar a una persona a infligirse sufrimiento adicional. Parece que el lenguaje del amor, en buena medida, es un lenguaje de heridas.

La psicología también ha intentado desentrañar por qué nos afecta tanto el desamor y por qué volvemos a él, como si buscáramos acariciar nuestras cicatrices («Hoy quiero saborear mi dolor»). La teoría del apego, de John Bowlby, sugiere que las rupturas amorosas despiertan respuestas primarias de pérdida y abandono que se anclan en nuestra infancia. Además, según han proclamado los científicos en diversos estudios, la pérdida del ser amado activa los mismos circuitos neuronales que el dolor físico, lo que explica por qué decimos que «el corazón duele» (¿de ahí la palabra «des-pecho»?).

Como sea, hay algo de terapéutico en el desahogo emocional (la forma de transitar el desamor). Al final, no sólo son episodios de pérdida, sino también de resiliencia y, a veces, de una belleza inesperada que surge en medio del caos emocional. Y, como la incertidumbre, el desamor es una constante de la vida con la que debemos lidiar. «No se puede encontrar paz evitando la vida», le dice Virginia Woolf a su marido en la película Las horas. Volvemos al desamor no porque queramos sufrir, sino porque queremos sentir. Quizás por eso cantamos esa canción que lo dice todo cuando las palabras no nos alcanzan, o leemos ese libro en el que otro ha escrito lo que sentimos.

Hay consuelo en saber que no estamos solos.

@eduardo_caccia

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