Leonardo da Vinci comprendió lo que siglos después los neurocientíficos y filósofos seguirían explorando: la realidad no se nos presenta con líneas definidas, sino con una gradualidad de matices, una bruma que impide distinguir los contornos con precisión absoluta. Su técnica del sfumato, aplicada magistralmente en la sonrisa de la Gioconda es, por capricho interpretativo de quien escribe estas líneas, una metáfora de que la vida no se rige por la nitidez cartesiana, sino por la suavidad incierta que nos obliga a interpretar.

Pensamos en términos de claridad, pero vivimos en un mundo donde los límites se desvanecen. Queremos fronteras nítidas entre el bien y el mal, el amor y el desamor, la verdad y la mentira, pero, como en la pintura de Leonardo, las sombras se traslapan y nos obligan a convivir con la incertidumbre. El sfumato es la refutación visual del dogma, la negación del trazo absoluto, la invitación a navegar en lo difuso.

En la arena política los discursos nos prometen definiciones tajantes: justicia o corrupción, democracia o autoritarismo, patria o traición. La práctica desmiente el relato. Hay momentos en que los caudillos mueven sus ideales y los regímenes más oscuros tienen destellos de luz. Los dogmas buscan convencer de que todo es un claroscuro, cuando en realidad es un sfumato de intereses, estrategias, concesiones y pactos. El cambio de filiación política es otra muestra de que las fronteras ideológicas son de humo.

Hannah Arendt lo entendió al analizar el mal burocrático. Eichmann no era un monstruo consciente de su maldad, sino un hombre sumido en una lógica de procedimiento, un engranaje sin preguntas ni autocrítica. El mal absoluto no existe como entidad clara; lo que existe es un desdibujamiento de la responsabilidad, un difuminado de las decisiones individuales en un sistema que las normaliza. De ahí mi insistencia en calificar las infracciones ordinarias al reglamento de vialidad como detonantes de un sistema de ilegalidad donde se desprecia la ley como norma, no como excepción. Anhelamos el blanco del Estado de derecho, pero navegamos en la zona gris donde la ley es negociable.

Nosotros también somos un lienzo de sfumato. Los recuerdos no son nítidos, sino reinterpretaciones que con cada evocación se transforman. Creemos recordar con precisión, pero cada recuerdo es una capa de pintura, un óleo que se retoca con los años.
No hay una línea clara que separe lo vivido de lo imaginado, lo cierto de lo deseado. La se narra desde la conveniencia de quien la cuenta. Como en la Mona Lisa, las versiones del pasado sonríen de forma ambigua, dejando que cada observador vea en ellas su propia interpretación. No hay un punto exacto donde termina nuestra infancia y comienza nuestra madurez, donde la inocencia cede a la experiencia. Somos un entrelazado de pasados y futuros que se mezclan sin contornos precisos.

No es casual que uno de los retratos más enigmáticos de la historia del arte sea tan atractivo. La seducción es un juego de claroscuros. La nitidez repele, lo misterioso atrae. En un mundo donde lo explícito lo inunda todo, lo borroso es lo que nos mantiene cautivos. La duda vive en el sfumato, nos motiva a seguir buscando. Roland Barthes construyó la idea de que el deseo no se alimenta de certezas, sino de lo inconcluso. El amor como gesto interrumpido, palabra inacabada, caricia que pudo ser, promesa implícita en la penumbra de lo que no se dice. La seducción nos mantiene atrapados en la ilusión de un trazo que nunca termina de definirse.

Bauman bien pudo llamar a su modernidad líquida, modernidad sfumata. Nos movemos en espacios donde las certezas se desvanecen, donde las relaciones son difusas, donde las fronteras entre lo real y lo virtual ya no pueden trazarse con una línea definida. Vivimos obsesionados con la claridad y queremos respuestas definitivas, verdades inmutables, garantías absolutas. Pero el mundo es una pintura de Leonardo, un juego de luces y sombras donde lo que parece fijo se diluye al mirarlo de cerca. El sfumato sería una filosofía de vida que encuentra belleza en la ambigüedad, donde el secreto no está en la claridad sino en la bruma que la envuelve. Y donde lo más interesante no es lo que se ve, sino lo que apenas se adivina.

@eduardo_caccia

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