De pronto, la jungla. Imaginemos una ciudad sin semáforos. Un ecosistema de claxons ensordecedores, choques y confusión, donde la anarquía reina en cada intersección, donde las disputas se multiplican y las agresiones son parte del camino. Un lugar donde la razón cede el paso a la fuerza. Sin reglas, la voluntad individual se impone al bien común, y lo que llamamos «civilización» se derrumba. Esta imagen no es una distopía futurista, sino una metáfora de la naturaleza humana en su estado más primitivo: vulnerable, corruptible y deficitaria en límites.
Thomas Hobbes lo entendió con una claridad brutal. Para él, el estado de naturaleza del ser humano no es otra cosa que una guerra de todos contra todos, un campo de batalla donde la única ley es la supervivencia. La solución, según el filósofo inglés, era un Leviatán, un poder supremo que contuviera la tendencia natural al caos. Pero si bien la autoridad puede domar los instintos más bajos, no los erradica. La historia está plagada de tiranos que, en lugar de frenar la corrupción, la institucionalizaron, demostrando que incluso el Leviatán necesita ser vigilado.
El ser humano es un manojo de pulsiones que pugnan por salir, pero la cultura y la civilización imponen barreras, advirtió Sigmund Freud. En El malestar en la cultura, describe este conflicto entre el individuo y la sociedad como una lucha constante donde el deseo debe ser reprimido para que la convivencia sea posible. Sin embargo, esa represión no destruye el impulso, solo lo oculta bajo la superficie, listo para emerger cuando las condiciones lo permitan. Las religiones hacen algo similar cuando imponen mandamientos; se convierten en inhibidores como en tentaciones.
La «mordida digital» es un recordatorio de que los controles nunca son absolutos. El problema no es solo la falta de vigilancia o la debilidad de las leyes, sino la capacidad del ser humano para adaptarse a nuevas formas de transgresión. Cuando los mecanismos de control son manipulados, se convierten en instrumentos de dominación más que en garantías de justicia. La corrupción no desaparece con la tecnología; simplemente evoluciona. La pregunta que queda flotando es incómoda: ¿hasta qué punto la humanidad necesita ser contenida? Si la historia nos ha enseñado algo es que los controles son necesarios, pero no infalibles. La moral frena los impulsos, pero no la hipocresía; la vigilancia reduce la transgresión, pero no la elimina.
¿Se combate la corrupción con leyes más severas y tecnología poderosa o con una cultura más ética? Con demasiados semáforos, nos paralizamos; sin ellos, el caos es inevitable. El dilema se pinta solo: encontrar el equilibrio entre la libertad y el orden, entre la autonomía y la restricción. ¿Cómo evitar que el control derive en opresión sin dejar espacio a la impunidad?
Quizá la verdadera prueba para una sociedad no esté solo en crear normas, sino en hacerlas innecesarias.
@eduardo_caccia