De pronto, la jungla. Imaginemos una ciudad sin semáforos. Un ecosistema de claxons ensordecedores, choques y confusión, donde la anarquía reina en cada intersección, donde las disputas se multiplican y las agresiones son parte del camino. Un lugar donde la razón cede el paso a la fuerza. Sin reglas, la voluntad individual se impone al bien común, y lo que llamamos «civilización» se derrumba. Esta imagen no es una distopía futurista, sino una metáfora de la naturaleza humana en su estado más primitivo: vulnerable, corruptible y deficitaria en límites.

Gracias a la tecnología el ser humano ha superado portentosos. En materia de contención y de lucha contra la corrupción, hay avances tecnológicos indudables. Sin embargo, como toda herramienta, el resultado depende del uso que se le dé. La tecnología suele ser inhibidora o promotora. Hace unos días, en Guadalajara, circuló un video donde policías viales pidieron una «mordida digital» a una conductora que había cometido una infracción; le exigieron una transferencia para no multarla. Se confirma lo que la teoría lleva siglos advirtiendo: la transgresión se adapta a la modernidad. La corrupción ya no es solo un sobre deslizado bajo la mesa, sino una transferencia bancaria que deja huella. ¿La corrupción es una consecuencia del poder o de la fragilidad ?

Thomas Hobbes lo entendió con una claridad brutal. Para él, el estado de naturaleza del ser humano no es otra cosa que una guerra de todos contra todos, un de batalla donde la única ley es la supervivencia. La solución, según el filósofo inglés, era un Leviatán, un poder supremo que contuviera la tendencia natural al caos. Pero si bien la autoridad puede domar los instintos más bajos, no los erradica. La está plagada de tiranos que, en lugar de frenar la corrupción, la institucionalizaron, demostrando que incluso el Leviatán necesita ser vigilado.

El ser humano es un manojo de pulsiones que pugnan por salir, pero la y la civilización imponen barreras, advirtió Sigmund Freud. En El malestar en la cultura, describe este conflicto entre el individuo y la sociedad como una lucha constante donde el deseo debe ser reprimido para que la convivencia sea posible. Sin embargo, esa represión no destruye el impulso, solo lo oculta bajo la superficie, listo para emerger cuando las condiciones lo permitan. Las religiones hacen algo similar cuando imponen mandamientos; se convierten en inhibidores como en tentaciones.

Agudo observador de la cultura, Michel Foucault señaló que el poder se sostiene no solo a través de la represión, sino mediante la vigilancia y el control. Las instituciones moldean el comportamiento no por la fuerza, sino por la internalización de normas. Un mundo sin límites visibles no significa ausencia de control, sino una forma más sutil de dominación donde cada individuo se convierte en su propio carcelero. Decidir hacer el bien, por convicción, debería ser la aspiración ética de lo que es ser un ciudadano o un servidor público ejemplar.

La «mordida digital» es un recordatorio de que los controles nunca son absolutos. El problema no es solo la falta de vigilancia o la debilidad de las leyes, sino la capacidad del ser humano para adaptarse a nuevas formas de transgresión. Cuando los mecanismos de control son manipulados, se convierten en instrumentos de dominación más que en garantías de justicia. La corrupción no desaparece con la tecnología; simplemente evoluciona. La pregunta que queda flotando es incómoda: ¿hasta qué punto la humanidad necesita ser contenida? Si la historia nos ha enseñado algo es que los controles son necesarios, pero no infalibles. La moral frena los impulsos, pero no la hipocresía; la vigilancia reduce la transgresión, pero no la elimina.

¿Se combate la corrupción con leyes más severas y tecnología poderosa o con una cultura más ética? Con demasiados semáforos, nos paralizamos; sin ellos, el caos es inevitable. El dilema se pinta solo: encontrar el equilibrio entre la libertad y el orden, entre la autonomía y la restricción. ¿Cómo evitar que el control derive en opresión sin dejar espacio a la impunidad?

Quizá la verdadera prueba para una sociedad no esté solo en crear normas, sino en hacerlas innecesarias.

@eduardo_caccia

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