La inmigración ha formado parte de la agenda México–Estados Unidos desde hace años. En épocas recientes, los tres intentos estadounidenses de emprender una reforma migratoria integral, que incluyeron una amnistía a los mexicanos indocumentados en Estados Unidos y un programa de visas para trabajadores temporales, fracasaron. También falló un esfuerzo bilateral entre 2001 y 2003.
Nada afecta más a México que la política migratoria de Estados Unidos y en la política estadounidense este tema nunca había ocupado un lugar tan importante.
El reto más urgente es encontrar una solución para los dreamers, como se conoce a los beneficiarios del Programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por su sigla en inglés) del presidente Barack Obama. Cerca de 800.000 jóvenes a los que sus padres llevaron de niños a Estados Unidos solicitaron el ingreso al programa y el gobierno de Obama les ofreció un estatus de protección. Gracias al DACA, los beneficiarios del programa ya no temían a la deportación, podían trabajar legalmente y tenían esperanzas realistas de que algún día estarían en posibilidades de obtener la ciudadanía del único país que conocían. Más de tres cuartas partes de los dreamers son mexicanos. Es por eso que la gente en México está tan atenta a lo que pasa con ellos.
El presidente Trump revocó el programa DACA de Obama. Propuso un ajuste a la política migratoria estadounidense sustentado en cuatro pilares que la mayoría de los demócratas y los latinoamericanos en Estados Unidos detestan. Sin embargo, por extraño que parezca, ese ajuste podría beneficiar a México, en especial si viene acompañado de cambios adicionales en la emisión de visas para trabajadores temporales, en particular, las conocidas como H-2A y H-2B.
El primer pilar de la propuesta de Trump —la regularización de la situación jurídica de los dreamers y de un millón de jóvenes más que también podrían calificar para una medida migratoria que les permita, por una vía larga y sinuosa, obtener la ciudadanía— funciona a favor de México. De esos 1,8 millones de jóvenes, se podría aventurar que casi 1,5 millones son mexicanos. Esto equivale a casi una cuarta parte de todos los ciudadanos mexicanos indocumentados en Estados Unidos. Otorgarles lo equivalente a una amnistía, con la esperanza de obtener la ciudadanía en el futuro, satisface una de las demandas migratorias más importantes de México.
Visto desde la perspectiva un tanto cínica de los intereses estrictamente de México, el plan de cuatro pilares presenta algunos inconvenientes para el país, pero también muchas ventajas.
El segundo pilar —25.000 millones de dólares para el muro fronterizo— sin duda es ofensivo para México, pero el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, quien está a punto de terminar su mandato, ha sido mucho más inflexible en su oposición a pagar el muro que en su construcción. Peña Nieto cree que ese muro nunca se materializará o no tiene las agallas para oponerse a su construcción. Sin embargo, el muro de Trump es algo con lo que México puede vivir y al mismo tiempo rechazar, en especial si su construcción toma años y si solamente complementa segmentos de bardas erigidas por los presidentes Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama.
El tercer pilar de Trump es el más insultante para muchos estadounidenses debido a que elimina el principio de reunificación familiar como criterio para aceptar inmigrantes legales del extranjero. Con el objetivo de impedir la “migración en cadena”, el criterio familiar se sustituiría por un sistema basado en méritos. En el futuro, solo se otorgaría la residencia permanente y, más adelante, la ciudadanía a los cónyuges y los hijos menores de edad (en lugar de a los padres y los hermanos, como se establece actualmente) de los ciudadanos estadounidenses. El efecto neto sería “blanquear” la inmigración y limitar el porcentaje de mexicanos.
Dado que el grupo más grande de extranjeros que solicita la reunificación familiar es por mucho el de los mexicanos (tres veces más que los ciudadanos chinos, por ejemplo), esto reduciría la cantidad de solicitantes de México que obtendrían green cards. Alrededor de 200.000 mexicanos las consiguieron en el año fiscal 2016; reducir a la mitad esa cantidad mediante un proceso interminable y tedioso que frustre a muchos mexicanos no sería tan malo como eliminar el programa en su totalidad.
El último pilar suprimiría el sistema de sorteo mediante el cual se otorga una pequeña cantidad de visas a solicitantes de naciones con una baja representación, sobre todo de África. Nuevamente, esto con toda seguridad “blanquearía” la inmigración y por ende es una propuesta despreciable, pero no afecta a México. No existe un sistema de sorteo para los mexicanos.
De tal modo que, visto desde la perspectiva un tanto cínica de los intereses estrictamente de México, el plan de cuatro pilares presenta algunos inconvenientes para el país, pero también muchas ventajas. Es otra cosa que sea racista e indigno del ideal migratorio estadounidense y que enardezca los peores demonios de la sociedad estadounidense. Como Trump dice: los países tienen que ver por sus propios intereses.
Para que este plan sea atractivo para México, sus líderes necesitan convencer al presidente estadounidense de aumentar la cantidad de visas para trabajadores temporales. De nuevo, la mayor cantidad de estos permisos, por un amplio margen, se otorgan a mexicanos. El congreso estadounidense no establece ningún límite para las visas H-2A —para trabajadores agrícolas temporales—, mientras que las visas H-2B —para actividades estacionales no agrícolas— sí lo tienen, pero se puede eliminar, como ha sucedido desde hace varios años. El gobierno de Trump puede aumentar su cantidad de manera considerable sin la aprobación del congreso.
En Texas y Florida se está llevando a cabo un esfuerzo colosal de reconstrucción tras la devastación que dejaron los huracanes Harvey e Irma y, con un escenario de empleo casi pleno, existe una enorme demanda de mano de obra barata y poco especializada en esas regiones. Solo puede provenir de México.
Si Peña Nieto hiciera esa sugerencia y Trump la aceptara, se satisfarían los intereses de ambos países.
En los primeros años del siglo XXI, a un paquete integral similar a este se le llamó “la enchilada completa”. “Media hogaza” —o la metáfora alimentaria que prefieran— no está mal.