La frase « es destino» se atribuye comúnmente al pensamiento de Sigmund Freud. Aunque no hay evidencia de que él la hubiera escrito, es más bien una paráfrasis o síntesis popularizada de sus ideas centrales sobre el desarrollo psíquico. En ella vibra una verdad incómoda: lo que nos pasa en los primeros años se nos adhiere como una segunda piel. Somos hijos de los afectos que recibimos y de las heridas que no supimos nombrar. ¿Será que la infancia es una marca indeleble para el resto de la vida?

Al leer «El Alacrán y el Tigre», escrito bajo el pseudónimo Tigre de Mar, uno comprende que esa frase, aunque poderosa, no es inexorable. Hay vidas que desobedecen su pronóstico. Se trata de un valiente testimonio que hace el hijo de un narcotraficante (apodado «El Alacrán Blanco»). No lo leí como quien recorre una autobiografía, sino como quien asiste a un ritual. No de iniciación, sino de transfiguración. Tigre de Mar no solo cuenta su vida: la ofrece. Y en ese acto, algo de él cambia y también algo de uno mismo.

Hay libros que se leen; hay otros que, al terminar, se quedan como brasas. Este es uno de ellos. Es un relato que no niega el peso del pasado, pero lo confronta. Como si cada página dijera: sí, hubo alacranes en mi cuna, pero no por eso tengo que picar. En un país que suele naturalizar la como herencia genética o condena social, este relato propone otra lógica: la del hombre que se convierte en tigre no para devorar, sino para proteger. El testimonio es brutal, pero su intención es noble. Nos recuerda que el destino puede ser reescrito, aunque las primeras líneas las haya dictado el dolor.

El autor nos demuestra que, aun viniendo de una infancia fracturada, llena de abandono, violencia y códigos criminales como única pedagogía, es posible elegir otro camino. Que no todo niño herido está condenado a convertirse en victimario. Que hay redención sin idealismos y esperanza sin ingenuidad. Esto es un mensaje muy relevante, y hasta esperanzador para un país donde la violencia ha sido normalizada hasta volverse paisaje. Es también un acto subversivo. Porque no responde con más violencia, ni glorifica la lógica del más fuerte. El Tigre no se venga: se reinventa. Y ahí radica su potencia. Es una que no se construye desde el resentimiento, sino desde la resiliencia. Y eso, en , es revolucionario.

«El Alacrán y el Tigre» puede verse también como guía para imaginar un país distinto. Un país donde los sistemas no apliquen penas eternas por errores juveniles, donde las cárceles no sean solo castigo, sino también puente. Un país que no renuncie a sus niños rotos, ni a sus extraviados. Y por eso este testimonio importa. Porque no promueve el perdón sin justicia, ni la indulgencia sin memoria. Lo que propone es otra cosa: una ética del cuidado en medio del caos. Una forma de decirle al que está a punto de caer que aún hay camino. Que resistir es una forma de amar la vida, incluso cuando esa vida ha sido dura. Y que los que logran salir del fango, como Tigre de Mar, no son milagros: son ejemplos.

Al final me queda una pregunta candente: ¿qué estamos dispuestos a hacer como sociedad para que haya menos alacranes y más tigres? Si nos quejamos de las canciones que hacen apología del delito y establecen modelos a seguir fincados en la transgresión, hagamos nuestra parte, difundamos los testimonios de aquellos que pudiendo haber tomado el camino «fácil», y optaron por decir «no, yo no soy eso», escogieron reescribir su futuro, decidieron rebelarse.

Alegrémonos: la es contextual, no es genética. Y, por tanto, reversible. Pensemos en Zak Ebrahim, hijo del terrorista El Sayyid Nosair, vinculado con los ataques al World Trade Center de 1993. Zak rompió con las ideas extremistas de su padre y se convirtió en activista por la paz. Su relato está en el libro: «El hijo del terrorista: una historia de elección». Otro caso notable es el de Niklas Frank, hijo de un criminal nazi, quien ha dedicado su vida a denunciar los horrores que cometió su padre. Escribió «Un padre: una venganza» y «A la sombra del Reich».

Hay esperanza social cuando hay transformación individual. El mal puede heredarse, pero también desobedecerse. Y en ese proceso, todos -como lectores, como ciudadanos- tenemos una tarea.

@eduardo_caccia

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