La frase «Infancia es destino» se atribuye comúnmente al pensamiento de Sigmund Freud. Aunque no hay evidencia de que él la hubiera escrito, es más bien una paráfrasis o síntesis popularizada de sus ideas centrales sobre el desarrollo psíquico. En ella vibra una verdad incómoda: lo que nos pasa en los primeros años se nos adhiere como una segunda piel. Somos hijos de los afectos que recibimos y de las heridas que no supimos nombrar. ¿Será que la infancia es una marca indeleble para el resto de la vida?
Hay libros que se leen; hay otros que, al terminar, se quedan como brasas. Este es uno de ellos. Es un relato que no niega el peso del pasado, pero lo confronta. Como si cada página dijera: sí, hubo alacranes en mi cuna, pero no por eso tengo que picar. En un país que suele naturalizar la violencia como herencia genética o condena social, este relato propone otra lógica: la del hombre que se convierte en tigre no para devorar, sino para proteger. El testimonio es brutal, pero su intención es noble. Nos recuerda que el destino puede ser reescrito, aunque las primeras líneas las haya dictado el dolor.
El autor nos demuestra que, aun viniendo de una infancia fracturada, llena de abandono, violencia y códigos criminales como única pedagogía, es posible elegir otro camino. Que no todo niño herido está condenado a convertirse en victimario. Que hay redención sin idealismos y esperanza sin ingenuidad. Esto es un mensaje muy relevante, y hasta esperanzador para un país donde la violencia ha sido normalizada hasta volverse paisaje. Es también un acto subversivo. Porque no responde con más violencia, ni glorifica la lógica del más fuerte. El Tigre no se venga: se reinventa. Y ahí radica su potencia. Es una historia que no se construye desde el resentimiento, sino desde la resiliencia. Y eso, en México, es revolucionario.
Al final me queda una pregunta candente: ¿qué estamos dispuestos a hacer como sociedad para que haya menos alacranes y más tigres? Si nos quejamos de las canciones que hacen apología del delito y establecen modelos a seguir fincados en la transgresión, hagamos nuestra parte, difundamos los testimonios de aquellos que pudiendo haber tomado el camino «fácil», y optaron por decir «no, yo no soy eso», escogieron reescribir su futuro, decidieron rebelarse.
Alegrémonos: la delincuencia es contextual, no es genética. Y, por tanto, reversible. Pensemos en Zak Ebrahim, hijo del terrorista El Sayyid Nosair, vinculado con los ataques al World Trade Center de 1993. Zak rompió con las ideas extremistas de su padre y se convirtió en activista por la paz. Su relato está en el libro: «El hijo del terrorista: una historia de elección». Otro caso notable es el de Niklas Frank, hijo de un criminal nazi, quien ha dedicado su vida a denunciar los horrores que cometió su padre. Escribió «Un padre: una venganza» y «A la sombra del Reich».
Hay esperanza social cuando hay transformación individual. El mal puede heredarse, pero también desobedecerse. Y en ese proceso, todos -como lectores, como ciudadanos- tenemos una tarea.
@eduardo_caccia