Primero que nada, un aplauso:  finalmente decidió asistir a la cumbre del en Canadá. Mejor tarde que nunca. Obviamente su decisión no tuvo nada que ver con las diversas opiniones que se manifestaron en distintas columnas, en los medios, incluyendo desde luego la que aquí se expresó hace un par de semanas, de que era un asunto que no requería de mucha deliberación. No importa. Si las personas cuyos puntos de vista ella respeta le dijeron lo mismo que una parte de la comentocracia, enhorabuena. Agrego, sólo por no dejar, un par de consejos, bastante evidentes, pero que nunca salen sobrando.

Por lo menos con sus posibles interlocutores que son de idioma inglés, pero que por razones de fondo o de forma pueden representar un cierto desafío, debe recurrir a un intérprete. No sólo le permite reflexionar unos cuantos segundos antes de responder, sino que empareja la comunicación en la medida en que, por bueno que sea su manejo del idioma, nunca será igual al de alguien para quien el inglés es su lengua de origen. Segundo, si no es posible negociar una bilateral con Trump donde se comprometan ellos a sólo foto en público, sin diálogo ante los medios, es preferible declinar la oportunidad y simplemente posponerla diciendo que mejor se ven con más calma en Washington, o en , o en algún otro lugar más adelante. Es la ventaja de encontrarse con él en Canadá: si no acepta las condiciones que ella ponga, puede perfectamente evitar el encuentro.

Ahora bien, independientemente de si hay reunión con Trump o no, y aunque la reunión del G7 no versara sobre estos temas, es obvio que ante los medios y muchos curiosos, las  en  y en otras ciudades de van a ser un tema central en los próximos días. Se trata de un reto de gran complejidad para México ahora y siempre. En 1992, el gobernador republicano de California, Pete Wilson, presentó una consulta popular sobre la llamada Propuesta 187 para negarle todo tipo de prestaciones sociales, y en particular de salud, a personas sin documentos en Estados Unidos. La idea detonó protestas masivas en todo el estado, por parte de mexicano-americanos y de muchos otros sectores, que con frecuencia enarbolaban banderas de México en sus manifestaciones.

El gobierno de México adoptó una postura proactiva y explícita al respecto, conducida en buena parte por el entonces subsecretario de Relaciones Exteriores para América del Norte, Andrés Rozental -por cierto, es mi hermano. Surgieron críticas importantes en Estados Unidos, tanto a la presencia de banderas mexicanas en las protestas, como ante la actitud del gobierno de Salinas de Gortari. La propuesta fue adoptada, pero posteriormente declarada anticonstitucional por la Suprema Corte.

A principios de los años 2000, ante una iniciativa de ley del representante de Wisconsin, James Sensenbrenner, surgió una oposición generalizada en Estados Unidos, y sobre todo en las grandes ciudades con población hispana. De nuevo aparecieron las banderas mexicanas, aunque en esta ocasión el gobierno, ya de Calderón, mantuvo una actitud discreta. Se consideró en aquel momento que la presencia de signos de identidad mexicana dañaba las probabilidades de éxito de las manifestaciones; en cualquier caso, no prosperó la idea.

Hoy en día es bien sabido que altos funcionarios de la administración Trump, y comentócratas de extrema derecha en Estados Unidos, han denunciado la presencia de banderas mexicanas en las protestas en Los Ángeles. Gente como Stephen Miller utiliza las imágenes correspondientes para sostener su tesis de que existe una invasión en Estados Unidos por parte de migrantes maleantes. Otros, incluso la secretaria de Seguridad Interna de Estados Unidos, han acusado a Claudia Sheinbaum de azuzar o atizar las protestas, sobre todo subrayando cómo llamó a “movilizaciones” de la comunidad mexicana y mexicano-americana en Estados Unidos contra el impuesto sobre las remesas. Tal vez la declaración presidencial no fue la más afortunada, y después de varios deslices ha intentado ser más prudente. Pero el hecho es que el recurso a fuerzas militarizadas para detener a indocumentados en la calle, o en los sitios de trabajo, o de reclutamiento, para lograr la meta de 3,000 deportados diarios, que no es posible alcanzar sin recurrir a estos métodos, ha provocado y generará cada vez mayor oposición en Estados Unidos. Por un lado, Trump busca provocar con estas acciones, pero a la vez la gente naturalmente reacciona con rabia y frustración ante las mismas. Para el gobierno de México no hay buenas salidas.

O bien se mantiene en silencio, limitándose a exigencias de respeto a los derechos humanos y de críticas al uso de la violencia, o bien se solidariza con las protestas. La primera opción es claramente insuficiente ante los atropellos que atestiguamos todos los días en los medios; la segunda es suicida. Entiendo a cabalidad el dilema al que se enfrenta la Presidenta, y comprendo su frustración ante el conjunto de acontecimientos que han trastocado por completa su agenda interna, suponiendo que la tuviera, más allá de la aberrante  de López Obrador. Pero también sé que la extrema vulnerabilidad del país, por no decir su indefensión ante los embates de Trump, se debe en alguna medida al estado en el que López Obrador justamente lo dejó. No estamos en condiciones de resistir a cualquier represalia posible de Trump a una represalia posible de México. En parte por la , en parte por la geografía, en parte por el destino, pero en parte también por culpa de López Obrador.

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