De todos los problemas causados por el gobierno de Donald Trump a partir de su toma de posesión el 20 de enero de este año, el que probablemente tiene más repercusiones históricas es el trato del gobierno federal a los inmigrantes.

Grupos semi militares, compuestos por divisiones en el Departamento de Seguridad Interna, asaltan a familias de inmigrantes indocumentados y a ciudadanos estadounidenses por igual si son disidentes, basados en el color de la piel, en la apariencia. Visten uniforme de fajina militar, están armados hasta los dientes y pertrechados como si fuesen a un combate imaginario. Las máscaras ocultan su identidad. No llevan documentación identificatoria. Se niegan a reconocerse, a dar explicaciones. Se llevan a la gente en medio de la calle y no dicen adónde.

Su propósito, más que acumular deportaciones, es intimidar, causar terror en la población más desaventajada del país.

El común denominador de sus acciones es la crueldad.

No tienen oponentes, ya que el Congreso se declara en receso para evitar tratar de temas divisorios y la Suprema Corte les está permitiendo actuar. Se sienten más y más envalentonados.

El gobierno federal ha estado construyendo una infraestructura impresionante para ejecutar su plan de deportaciones, incluyendo numerosos campos de concentración.

Allí hacinan a los detenidos secuestrados negándoles sus derechos constitucionales y sometiéndolos sin juicio a un régimen severísimo.

A veces, en vez de deportarlos a sus países de origen los envían a países donde los derechos humanos no se cumplen, como El Salvador o Libia.

Allí son encarcelados sin juicio en una supuesta cadena perpetua.

Antes, Estados Unidos protegía los derechos humanos en el exterior. Ahora participa en su violación.

Los países que no acepten deportados de EE.UU. podrían ser castigados con la prohibición de viaje, pero los gobiernos que reprimen a sus ciudadanos y les prohiben la salida ya no aparecerán en los Informes anuales del Departamento de Estado sobre derechos humanos internacionales. Tampoco aparecerá la persecución de organizaciones y activistas.

En cambio, el gobierno llama el maltrato de los residentes blancos de Sudáfrica “genocidio” y retira fondos a las principales universidades por permitir protestas de estudiantes palestinos.

El uso extremo de la fuerza para cazar y expulsar a inmigrantes es solo el comienzo de una era de autoritarismo cuyo final es incierto y tenebroso, y cuyas próximas víctimas son quienes resisten este régimen, sean o no inmigrantes.

Y esto es lo que define nuestro país en estos días.

Hasta que llegó Trump, Estados Unidos se consideraba una nación de inmigrantes, el país de las oportunidades, donde cada uno de nosotros puede convertirse en ciudadano, una nación generosa a la que le importa la libertad y democracia en todo el mundo.

No más.

La semana pasada, al saludar a inmigrantes tornados en nuevos ciudadanos, Trump expresó un punto de vista radicalmente diferente al de sus antecesores.

En el pasado, los presidentes reconocían que EE.UU. es un país de inmigrantes y enumeraban los logros de estos. Trump en cambio – evitando la palabra “inmigrante” – solo enumera los logros del país al que deben integrarse so pena de castigo.

Todos los presidentes de EE.UU. descienden de inmigrantes. El abuelo de Trump, Friedrich Trumpf, vino de Alemania.

Somos un país de inmigrantes, pero no para inmigrantes.

El racismo, la crueldad, la mentira, el cinismo, la codicia que caracterizan el trato a los inmigrantes están diseñados para expandirse al resto de la población.

Faltando menos de un año para los festejos de 25 décadas de independencia, la transformación del país es profunda y preocupante. Y empieza con el trato a los inmigrantes.

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