En la antesala de la universidad iba enfilado para estudiar la carrera de ingeniería en electrónica. Me fascinaba el mundo de la alta fidelidad. Más que tener equipos, los leía: coleccionaba revistas como si en sus páginas pudiera oír el futuro. En aquel entonces, si uno tenía interés en algo, no existía el internet, pero sí la zona de revistas importadas de Sanborns, que funcionaba como una especie de buscador analógico. Cierta vez compré un ejemplar de Popular Electronics. Lo que encontré ahí fue decisivo para mi futuro.

Uno de sus artículos invitaba a construir un sintetizador de audio. El reto me pareció genial, conjugaba mis dos intereses. Así que procedí a encargar el componente crucial, un circuito integrado que me llegó por correo luego de varias semanas. La larga espera me dio tiempo para conseguir los demás materiales en una tienda de electrónica en el centro de la ciudad. Una vez que tuve todas las piezas, me pareció buena idea pedirle ayuda a mi maestro de laboratorio de física de la prepa; después de todo él era egresado de la carrera de ingeniería en electrónica donde pensaba estudiar.

Luego de varias jornadas donde aprendí a soldar resistencias y diodos, aquello era un Frankenstein de cables y transistores, ensamblado con esperanza más que con técnica: una criatura que pedía vida. No funcionó una primera vez. Tampoco al segundo intento ni al tercero, ni al quinto. Mi ilusión colapsó como fusible quemado, el silencio del aparato gestó el principio de una renuncia; fue también un golpe seco: creer que el conocimiento bastaba para que las cosas funcionen.

Visualicé un futuro demoledor: estudiaría una carrera para no ser capaz de armar un modelo experimental básico. Nunca supe qué falló. Mi papá dio la puntilla a mis planes, con una sobrecarga para la que no tuve regulador: «Eso de la electrónica en México no funciona». Fue el cortocircuito final. Así terminó la carrera que apenas había empezado en mi imaginación.

A la distancia veo que aquella frase de mi padre llevaba escondida una visión de país. No era solo un circuito fallido. Era el país en miniatura: cables mal soldados, expectativas truncas, talento sin contexto. Recuerdo también mi amplificador de audio cuyos transistores de salida se quemaron y nunca quedó del todo reparado, pese a haber pasado por mano de dos «especialistas». Con el tiempo entendí que aquella sentencia paterna era un diagnóstico cultural (si bien es justo reconocer que actualmente México se ha vuelto enormemente competitivo para ciertas manufacturas).

A veces me pregunto cuántas vocaciones se han frustrado por experiencias así: un maestro sin capacidades suficientes, un comentario familiar que desalienta, un país donde la rigurosidad técnica es excepción. Cuántos ingenieros, músicos o inventores se extinguieron antes de empezar porque lo que debía funcionar no funcionó, o porque alguien cercano les dijo que no valía la pena intentarlo. En sociedades más estructuradas, la vocación se fertiliza; en otras, se marchita por la falta de un contexto adecuado.

También me pregunto cuántos «sintetizadores» metafóricos dejamos de armar en nuestra vida adulta. Proyectos, cambios, ideas que no emprendemos porque alguna voz nos recuerda que «aquí eso no funciona». Y, sin embargo, la vida está hecha de tenacidades: de seguir soldando hasta que algo encienda, de buscar al mentor que sí domina el oficio, de rodearnos de espacios donde las cosas pueden y deben funcionar.

Hoy la electrónica duerme en la caja de lo que no fue. Y sin embargo, entre los restos de ese intento fallido, entendí que los sueños no se encienden solo con piezas correctas, manos hábiles o contextos favorables. También necesitan voluntad de acero, tolerancia al fracaso y el derecho a persistir sin permiso. Quizá aquella revista vendía más esperanza que certeza, pero aún me deja una pregunta sin resolver: ¿qué país seríamos si todo lo que debería funcionar, funcionara?

Finalmente, tampoco encontré mi vocación en la carrera que estudié, sino en el camino que está lleno de prueba y error, de botones que a veces encienden y a veces no, de componentes que se van sumando a un circuito único y personal. Por algo falló aquel sintetizador. Hoy escribo bajo la sombra de una certeza: de haber funcionado, estas letras no existirían.

@eduardo_caccia

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