Es evidente que en , como en casi todos los países afectados por la , reina una gran confusión en la sociedad sobre lo que ocurre. La información es a la vez abundante —algunos dirían excesiva— poco confiable y contradictoria. Hay países donde los liderazgos han salido bien parados, gracias a buenos resultados, y otros, donde la reprobación de la opinión pública es severa, y no necesariamente justificada a la luz de los acontecimientos. Los casos extremos: Bolsonaro en Brasil ha tenido un desempeño político, sanitario y económico absolutamente desastroso, pero conserva el apoyo incondicional de un tercio del electorado. Macron, en Francia, va mal en las encuestas, a pesar de resultados nada despreciables. La constante es la confusión.

Un dato de Estados Unidos, publicado en Reforma el martes, ilustra el fenómeno. Ocho de cada 10 de los 100 000 fallecimientos ocurridos en ese país se produjeron entre personas de más de 65 años. Estadísticamente hablando, los decesos en los demás cohortes de la población no existen. Pero no hay un apoyo político o social en Estados Unidos para una política odiosa, pero mucho más racional, de confinamiento de los adultos mayores (tengo 67 años). El país se hubiera podido ahorrar la peor contracción económica desde los años 30 de haber previsto esta distribución de las muertes por el coronavirus.

En México, la situación es semejante. Me remito a una encuesta entre los habitantes de la levantada por Reforma. Las respuestas son un ejemplo o lujo de confusión y contradicción. A la pregunta de si debe seguir el confinamiento, o ha llegado el momento de reanudar actividades, por más de dos a uno, los capitalinos responden que lo primero. Pero al mismo tiempo, 67 % dicen que ha aumentado la violencia contra las , que 56 % de la gente ha empezado a salir, 61 % afirman que es común ver a la gente en la calle sin tapabocas, y sobre todo, 41 % confiesa que ha dejado de percibir . En otras palabras, los habitantes de la capital prefieren mantener la cuarentena, pero reconocen sus consecuencias nefastas, así como el incumplimiento de sus normas.

Ilustración: Víctor Solís

Lo peor es la cercanía de la enfermedad. Más de un tercio de la población encuestada declara “saber” de alguien que murió por coronavirus. Si nos atenemos a la cifra de los 8.5 millones de habitantes de la ciudad, eso significa que  casi tres millones de oriundos de la Ciudad de México “saben” de un muerto. Uno de cada cinco dicen “saber” de un vecino, es decir 1.8 millones; 13 % por ciento “saben” de un amigo, y 8 % de un familiar que murió. O sea, 800 000 capitalinos “saben” de un familiar que falleció; “saber” de una familiar es conocerlo. Con las cifras más elevadas de todas las estimaciones (10 000), el dato es totalmente inverosímil, aunque el término “saber” se presta a todo tipo de interpretaciones.

Por último —y lo más revelador del pensamiento mágico— por casi dos a uno, la población del exDF cree que la decisión de posponer la apertura gradual de actividades del 1 de junio al 15 del mismo mes es correcta. ¿Por qué? No existe ni remotamente alguna razón. Quince días más o menos no van a cambiar nada. Es como la gente que dice “nos vemos cuando esto pase”. ¿Qué significa “cuando esto pase”? ¿Qué va a pasar? Salvo una vacuna, que tardará algunos meses, no existe ningún elemento que modifique la situación entre el 1 de junio y el 15. Existen razones logísticas de los hospitales que podrían justificar una postergación. Pero hasta donde entiendo, los capitalinos no somos funcionarios del IMSS. Todo esto equivale a pensar que, siguiendo a Leo Zuckermann con su invocación de Pepe el Toro, con el tiempo y un ganchito, las cosas se arreglan. Solo en la imaginación de Pedro Infante… y de decenas de millones de mexicanos.

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