Una sola cosa me queda absolutamente clara de la elección del próximo primero de julio. Le doy cien por ciento de probabilidad de que suceda. Si López Obrador pierde, desconocerá los resultados, argumentará que le hicieron fraude y denostará a las instituciones electorales. Por eso, no acabo de entender la sorpresa que generó en muchos su ya famosa declaración del tigre en la convención bancaria.

¿De qué se sorprenden? Claro que López Obrador armará un conflicto postelectoral. En esta ocasión, por un tema de recurrencia, hasta podría llegar a los “chingadazos”, tal como algunos fanáticos de indicaron hace unas semanas. ¿Quién puede dudarlo? Hombre, se trata del sello de la casa. De una de las características históricas del lopezobradorismo. Nunca reconocer una derrota electoral. Siempre machacar que les ganan con fraude, producto de una conspiración de la “mafia del poder”. ¿Por qué debería ser diferente en esta ocasión?

Típico de López Obrador, conforme se acerca la fecha electoral, es comenzar a alertar de un posible fraude. Lo hizo en 2006. Lo repitió en 2012. Hace seis años, por ejemplo, en una reunión con un grupo de ciudadanos, María Elena Morera le preguntó si estaba dispuesto a firmar un pacto para respetar las reglas, árbitro y resultados de la elección. contestó: “Pónganse en mi lugar, si se hace un fraude, cómo se va a aceptar, es un acto de traición a la . Es traicionarnos a nosotros mismos. Entonces, si ustedes ayudan a que la elección sea limpia y libre, esto permite a todos aceptar las reglas, pero si se usa dinero a raudales para favorecer a un candidato, no hay equidad en los medios, si hay guerra sucia y todavía (dicen) ‘pero respetas’, porque si no te voy a acusar que eres un ambicioso de poder”.

Ganó Peña, por seis puntos porcentuales y, oh sorpresa, López Obrador dijo que lo habían derrotado otra vez a la mala. No realizó movilizaciones del tamaño de 2006, pero sí desconoció los resultados. Montó una Expo Fraude en el zócalo capitalino con todo tipo de productos que repartió el PRI durante las campañas, incluyendo corrales con patos, chivos y puercos. Como en 2006, en 2012 AMLO demandó invalidar la elección presidencial y que “de conformidad con la , el elija a un presidente interino que convoque a nuevas elecciones”. Pero los partidos que lo respaldaron no presentaron pruebas contundentes para comprobar fraude en el único lugar donde importa: El Tribunal Electoral del de la Federación.

No hay que ser genios para pensar que, de perder, se soltará el tigre de nuevo porque es él, López Obrador, el que lo enjaula o libera a su conveniencia. Si pierde, hay un 100% de probabilidad de que habrá un conflicto postelectoral diseñado para reducirle la legitimidad al nuevo Presidente.

Es su estrategia preferida: La semilealtad con las instituciones democráticas. El politólogo Juan Linz clasificó las posibles oposiciones que puede haber en un régimen político. La oposición leal es la de aquellos partidos que se oponen al , pero no al régimen. La desleal es la oposición ferviente, a menudo violenta, al régimen y al gobierno. Finalmente, se encuentra la semileal, caracterizada por la ambigüedad: Generalmente comienzan siendo leales al régimen, pero, por distintas circunstancias históricas e ideológicas, cada vez actúan más con deslealtad. A ratos parecen estar dispuestos a jugar con las reglas establecidas, pero luego anuncian que no están de acuerdo con éstas. Eso ha sido y seguirá siendo el movimiento de AMLO: Una oposición semileal al actual régimen democrático.

En 2006 y 2012 estuvo dispuesto a respetar las instituciones de la democracia, siempre y cuando ganara. Dijo que confiaba en los árbitros y que respetaría los resultados. Cuando estos le fueron adversos, cuestionó la legitimidad y eficacia de las instituciones. Típica reacción de una oposición semileal. Usan a las instituciones cuando les conviene y las cuestionan también cuando les conviene. Ahí vamos de nuevo en 2018 a menos que, desde luego, esta vez sí gane AMLO.

Twitter: @leozuckermann

 

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