Si Trump llega a ser presidente, por increíble que nos parezca, los mexicanos estaremos al borde de una nueva guerra con EE. UU. No hay hipérbole en esto. La primera guerra fue devastadora; la segunda puede volver a serlo. Pero no estamos en un estado de indefensión. Podemos y debemos contribuir a evitarla.

En abril de 1846, EE. UU. declaró unilateralmente la guerra contra . El pretexto fue una supuesta violación del territorio por parte de tropas mexicanas en la frontera del río Nueces. En el , el senador Abraham Lincoln exigió al presidente James K. Polk (esclavista, racista, supremacista, populista) que precisara el lugar exacto (the particular spot) en el que había ocurrido el incidente. Su intervención le valió que los frenéticos partidarios de la guerra, henchidos por la doctrina del Destino Manifiesto que justificaba su expansión hasta la Patagonia, le aplicaran el despectivo mote de Spotty Lincoln. Al cabo de 10 meses de batallas encarnizadas (con bombardeos a la población civil, matanzas de mujeres, ancianos y niños), la bandera de las barras y las estrellas ondeó en el palacio Nacional en la . EE. UU. (cuya población entonces era de 20 millones) perdió 13,768 hombres, proporción mucho mayor que la que sucumbió en Vietnam. Del lado mexicano murieron quizá 50,000, cifra enorme en un país de ocho millones. Y México perdió más de la mitad del territorio (los actuales Estados de Arizona, Nuevo México y California). Según Ulysses S. Grant, que participó en los hechos y años más tarde sería el general triunfador de la Guerra Civil, aquella fue “la guerra más perversa jamás librada”.

Más que un recuerdo vivo, la guerra del 47 ha dormido silenciosamente en la memoria mítica de México. Está en los libros de texto, en algunos monumentos públicos y en el himno nacional que se canta todos los lunes en las escuelas. De pronto, a 170 años de distancia, el pasado vuelve como pesadilla. De ocurrir, es obvio que la nueva guerra no será militar: será una guerra comercial, económica, social, étnica, ecológica, estratégica, diplomática y jurídica.

Comercial, por la amenaza creíble de que EE. UU. abandone el Tratado de Libre Comercio e imponga a nuestras exportaciones. Económica, por el secuestro anunciado de las que son la principal fuente de divisas para México. Social, por las masivas de mexicanos indocumentados que recordarían episodios vergonzosos de confinamiento y persecución contra los japoneses residentes durante la Segunda Guerra Mundial. Étnica, por el previsible encono que desataría esa política de deportación no solo en (donde las tensiones raciales son cada día más graves) sino en México, donde viven pacíficamente más de un millón de norteamericanos. Ecológica, por la posible renuencia mexicana a cumplir con convenios en materia de agua en la frontera texana como respuesta a las agresiones estadounidenses. Estratégica, por la nueva disrupción de la vida en la frontera (ya de por sí frágil y violenta) y la cancelación potencial de los convenios de cooperación en materia de narcotráfico. Diplomática, por las inevitables consecuencias que la aplicación de la doctrina nativista y discriminatoria de Trump tendría en todos los niveles y órdenes de en los dos países, estatales y federales, ejecutivos y legislativos. Jurídica, por el alud de demandas que someterían a las cortes individuos, grupos y empresas mexicanas, públicas y privadas, para defender sus intereses.

De ganar Trump, ningún país (ni China o los países de la OTAN) corre más peligro que México. Y ninguno ha sido lastimado más por él verbalmente. Ha repetido que “mandamos a la peor gente”, a “criminales y violadores”. En su discurso de aceptación evocó la muerte de una persona a manos de un indocumentado para inferir, a partir de ese episodio aislado, el peligro que los mexicanos representan para los norteamericanos (el asesino, por cierto, era hondureño). Los medios serios de EE. UU. han refutado con estadísticas y hechos objetivos esta supuesta agresividad de nuestros paisanos. Ha habido muchos Lincoln que nos defiendan. Ahora nos toca a nosotros mismos defendernos.

El gobierno de Peña Nieto ha decidido adoptar una política de avestruz frente a Donald Trump. Se diría que la disposición explícita de “dialogar” indistintamente con quien resulte ganador honra la vieja tradición de no intervenir en los asuntos internos de otras naciones. O quizá se procede con cautela para no atizar más la animosidad del ahora candidato republicano contra nuestro país y nuestros compatriotas. Pero el presidente se equivoca.

Su actitud recuerda el famoso Appeasement de Chamberlain, que en Múnich en 1938 creyó apaciguar a Hitler y conseguir “la paz para nuestro tiempo”, cediendo territorios para ampliar su “espacio vital”. Lo que consiguió fue el desprecio de Hitler, que compró meses valiosísimos para desatar la Segunda Guerra Mundial. De ganar Trump, ocurrirá algo similar. Y Peña Nieto habrá perdido la oportunidad de incidir en la elección. El electorado que apoya a un candidato fascista no modificará su porque el presidente de México hable en defensa de los mexicanos, pero al menos ese electorado sabrá que los mexicanos tenemos valentía y dignidad.

La política es un : un teatro que ocurre en la realidad. Frente a Trump, México necesita un golpe teatral, en el mejor sentido del término. Peña Nieto debe elegir el libreto, el escenario, el momento. Tal vez bastaría la lectura de un decálogo de refutaciones a las agresiones y mentiras de Trump, presentado en septiembre frente al muro que ya divide nuestros países en la frontera de Baja California.

Pero no solo debe reaccionar el Gobierno. A todo esto, ¿dónde están los partidos políticos? Viven absortos, obsesionados con la carrera presidencial hacia 2018. Pero, sobre todo, ¿dónde están las voces y liderazgos de la izquierda? ¿Es posible que ignoren el efecto devastador que tendría en millones de familias pobres el eventual embargo de las remesas que son su fuente primordial y a veces única de sustento? A juzgar por la indiferencia que (con pocas excepciones) han mostrado frente el ascenso de Trump, parecería que sus órganos de opinión albergan una secreta simpatía hacia el magnate fascista, no solo por su ataque a la globalización sino por su coqueteo con Putin. Hasta los imagino brindando por la putrefacción final del imperio americano.

Más allá del gobierno y los partidos, ¿dónde está la sociedad civil? Hace tiempo que no se manifiesta en las calles. Quizá es una utopía, pero sería maravilloso verla en una marcha pacífica que —sin insultos ni histerias, sin gritos de «¡Muera…!» ni consignas agresivas— partiera del Ángel de la Independencia y culminara depositando una ofrenda en el monumento a Lincoln en el cercano parque de Polanco. Septiembre es el mes ideal, el “mes de la patria”. Sería el mejor homenaje a los caídos en aquella “guerra perversa”. La muestra de que México, a diferencia de un sector de EE. UU., no ha perdido la civilidad, la razón y el corazón.

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