Si el agravio que siente la mayoría de los mexicanos lleva al poder a la oposición en cualquiera de sus corrientes, la prioridad nacional debe ser cuidar la . Si el partido en el poder prevalece, también hay que cuidarla. Al margen de las querellas políticas, en cualquier escenario, no hay que tirar el agua del con todo y el niño de la democracia.

Fue Daniel Cosío Villegas -a quien conviene leer en estos tiempos, y en todos- quien aplicó acaso por primera vez la teoría del agravio a nuestra . En el primer tomo de su magna Historia moderna de (dedicado a la República Restaurada) recordó las reflexiones sobre la democracia del vizconde Bryce (1838-1922), pensador político inglés que distinguía dos formas principales en las que aparece la democracia: «a veces nace del deseo apasionado de satisfacer agravios cuya existencia y agudización se atribuyen a un mal gobierno»; en otras, es producto de una convicción teórica. En México, pensaba don Daniel, la cíclica irrupción de la democracia correspondía a la primera forma:

Nosotros […] hemos alimentado nuestra marcha democrática bastante más con la explosión intermitente del agravio insatisfecho, que con el arrebol de la fe en una idea o teoría, lo cual, por sí solo, ha hecho nuestra vida agitada y violenta, y nuestro progreso oscilante, con avances profundos seguidos de postraciones al parecer inexplicables.

Cosío Villegas pensaba que el ciclo de agravio/desagravio era visible en nuestra historia independiente y moderna. La dominación española constituía un agravio para los futuros mexicanos, que no cejaron hasta lograr su propósito de Independencia. Pero el avance político y económico que lograron los regímenes (real o nominalmente liberales) del siglo XIX fue -como suele ser- lento, lo cual incubó un nuevo agravio social. Y, obedeciendo al antiguo patrón de cobrar los agravios con «embestidas singularmente destructivas», estalló la Revolución mexicana. A partir de 1920, el régimen sui géneris (revolucionario, no democrático) que gobernó al país logró medio siglo de relativa estabilidad. La matanza de en 1968 y la quiebra de 1982 abrieron una nueva herida.

En «El timón y la tormenta», ensayo publicado en Vuelta en octubre de 1982, advertí la existencia de un nuevo agravio. Provenía del manejo desastroso que el gobierno de José López Portillo había hecho del extraordinario ingreso petrolero que tuvimos en esos años. En vez de «administrar la abundancia», el gobierno había precipitado al país a la quiebra. Ese agravio solo hallaría satisfacción y cauce de salida con la democracia, alternativa pospuesta desde el asesinato de Madero en 1913. El ciudadano trató de reivindicar sus derechos en 1988, y se topó con un fraude electoral. Finalmente, tras una etapa «agitada y violenta», el agravio se zanjó en el año 2000. En el marco de unas elecciones organizadas y supervisadas por el Instituto Federal Electoral (y no, como era la tradición desde 1929, por el gobierno), el PRI dejó el poder, llegó la alternancia en el Poder Ejecutivo y en varios estados y municipios, hubo pluralidad y competencia en el Poder Legislativo, se consolidó la autonomía de la Suprema Corte de Justicia y de otras entidades clave, todo en el marco de una libertad de expresión desconocida durante «la dictadura perfecta».

En 2018 los mexicanos abrigamos nuevos agravios: política, impunidad jurídica, violencia e inseguridad. Pero no estamos en 1982, cuando la alternativa inédita era la democracia. Ahora vivimos en democracia, cuya esencia consiste en la posibilidad de elegir periódicamente a un presidente, unos representantes al , gobernadores, diputados locales y presidentes municipales que intenten corregir el rumbo. Eso, nada menos, es lo que conquistamos en el año 2000.

Pero es aquí donde surge un grave equívoco. Hay quienes no solo culpan al gobierno en turno de los males sino a la propia democracia, y se declaran agraviados con ella. ¿Qué alternativa proponen? Sin darse cuenta (o dándose, no sé), pueden allanar el camino a un gobierno autoritario. Por eso, para evitar nuevas «embestidas singularmente destructivas» seguidas de «postraciones al parecer inexplicables», gane quien gane en la contienda, la prioridad está en defender el orden democrático: el respeto a la Constitución y las leyes, la división de poderes, las garantías individuales, las entidades autónomas, el pacto federal y ante todo, la libertad.

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