Ante la fortaleza de López Obrador en las encuestas, escucho a muchas personas que están tratando, desde ahora, de racionalizar un posible triunfo del morenista. Creen que no sería tan malo para la República como Presidente. Uno de los argumentos que más se escucha es que el tabasqueño “ya cambió”. Que el de 2018 ya es diferente al de 2006 y 2012. Que ha aprendido. Que ha madurado y crecido. Que ya es un pragmático. ¿Será verdad?

Lo primero que quiero decir es que este argumento es exactamente el mismo que escuché hace seis años con respecto al PRI. Lo recuerdo perfectamente en voz del entonces coordinador electoral de la campaña de Luis Videgaray. El hoy canciller afirmaba que, como el tricolor había pasado doce años en la oposición, había aprendido a hacer política de manera diferente. Éste era un nuevo PRI que había hecho su Camino a Damasco. El partido autoritario y corrupto se había convertido en uno democrático y honesto.

Sonaba bien. Era un eficaz discurso de campaña. Sin embargo, hoy podemos aseverar, sin temor a equivocarnos, que era pura demagogia: el PRI no había cambiado. De hecho, había empeorado. Ya en el poder, demostró sus peores vicios históricos incluyendo, en primerísimo lugar, la corrupción. Su época opositora no cambió el PRI. Y los mexicanos hemos tenido que pagar el precio de haber creído que se habían transformado.

Doy otro ejemplo de cómo los políticos no cambian, en este caso extranjero. Muchos decían que, una vez instalado en la Presidencia, cambiaría. Una vez en la Casa Blanca, sería más responsable, moderado y pragmático que lo que había sido en la campaña presidencial. Pregunta: ¿ha cambiado Trump este primer año de ? No lo creo. Sigue siendo el mismo narcisista, demagogo y nacionalista de siempre. Si, acaso, hemos visto cómo las instituciones de lo han limitado.

Entonces, ¿podemos esperar que López Obrador sea diferente al de siempre? ¿Que, cuando gane, sea un Presidente pragmático, tolerante y no eche para atrás las reformas estructurales?

Igual y sí. Igual y no.

La pregunta es si queremos echarnos un volado al elegir al Presidente de . 50% a que nos sale un buen Presidente. 50% a que nos sale un Presidente malo. ¿Está usted dispuesto a tomar esta apuesta?

Yo no. Y, por eso, sigo, como muchos mexicanos, teniendo dudas acerca de López Obrador.

Él mismo lo sabe y, por eso, su gran reto durante esta campaña ha sido disipar las dudas sobre su persona. Esto explica por qué su relación cercana con personajes como el empresario regiomontano Alfonso Romo o el anuncio de quién será su gabinete presidencial en caso de ganar, donde hay gente prestigiosa y respetable como Carlos Urzúa, quien tendría el cargo de secretario de Hacienda. Acciones diseñadas para mandar el mensaje de que López Obrador ya cambió.

En esta vida, la gente cambia porque las circunstancias cambian. El cambio es, sin duda, posible. Bien decía George Bernard Shaw que “el progreso es imposible sin cambios, y aquellos que no pueden cambiar sus mentes, no pueden cambiar nada”. Otro gran inglés, Winston Churchill, afirmaba que “mejorar es cambiar; ser perfecto significa cambiar a menudo”. La pregunta es si le damos el beneficio de la duda a López Obrador de que ha cambiado estos años. Que ya no es el mismo de antes. Que dejó atrás al rijoso opositor semileal que, cuando le conviene, defiende a las instituciones y, cuando no, las ataca.

Híjole, no lo sé. A veces pienso que sí, a veces que no. Parece un volado. Igual y ya cambió, igual y sigue siendo el mismo de siempre. Como elector, lo que me queda claro es que no quiero votar por un gobernante para echarme un volado. 50% a que tendremos a un gran Presidente si gana AMLO. 50% a que le ganan sus peores vicios autoritarios, caciquiles, intolerantes y estatistas. Híjole… no sé, sobre todo después de que el PRI había prometido que habían cambiado. Ya vimos el resultado. ¿Vale la pena volverse a echar otro volado?

                Twitter: @leozuckermann

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