Excelente el número del 40 aniversario de la revista Nexos. El tema principal es “Qué (no) hacer. Lecciones de los gobiernos latinoamericanos de izquierda”. Exfuncionarios de esos gobiernos o académicos expertos retratan la experiencia de la con los Kirchner, Bolivia bajo Evo Morales, Brasil con Lula y Dilma, Chile con Lagos y Bachelet, Ecuador con Correa, El Salvador con el FMLN, Nicaragua con Ortega, Uruguay con el Frente Amplio y con su Revolución Bolivariana. A estos nueve casos los remata un ensayo de Jorge Castañeda sobre otras lecciones de gobiernos de izquierda en América Latina durante el siglo pasado. Se trata de una joya de colección de ensayos por la gran cantidad de diferencias y múltiples enseñanzas, muy oportuno ahora que la izquierda mexicana está empezando a gobernar a .

Con gran tino, nuestro colega Carlos Puig ya había advertido una de las principales lecciones para López Obrador en su columna de Milenio. Por su gran importancia, la reproduzco de nuevo. Viene en el ensayo de Nexos escrito por Alberto Fernández. El jefe de Gabinete en Argentina entre 2003 y 2008 reconoce y elogia el periodo de Néstor Kirchner y el primero de su esposa Cristina, que lo sucedió en la Presidencia. Pero, a partir de la muerte de Néstor, “empezaron a profundizarse ciertos rasgos autoritarios y un claro relajamiento en la gestión de ”. A continuación, presento una larga cita de Fernández que no tiene desperdicio:

Cristina salió airosa en las elecciones que la habilitaron para un segundo mandato. Obtuvo el 54% de los sufragios y sacó una diferencia de 40 puntos porcentuales sobre el segundo candidato más votado.

Tamaño resultado (absolutamente inusual para la política argentina) insufló al gobierno electo un aire de autosuficiencia que rápidamente se transformó en rasgos de prepotencia. “Vamos por todo”, dijo Cristina y Argentina empezó a preocuparse. De ahí en más se agudizó el proceso, la ideología dominó absolutamente la gestión y toda voz crítica fue sometida a todo tipo de desprestigio.

En estos años, Cristina profundizó su lógica de ejercer la política a partir de la confrontación. Y aunque a nadie escapa que la política es en esencia representación de intereses, y que muchas veces estos entran en contradicción, es muy difícil administrar la política cuando con cada decisión se enciende una controversia que siempre divide a la sociedad entre “buenos” y “malos”. 

Por esa vía la convivencia democrática se resintió aún más, mientras la economía sostenía un irregular crecimiento a partir de un consumo fuertemente promovido desde el Estado. Para entonces, la inflación (siempre negada en estadísticas oficiales falsas) crecía por expectativas y por el impacto de una emisión monetaria que no cedía para poder sostener aquel ritmo de ventas.

Este último mandato de Cristina, en materia económica, arrojó resultados definitivamente negativos. La inflación no cedió. La ausencia de divisas, producto de la caída de las exportaciones, determinó políticas fuertemente restrictivas para el movimiento de dólares. De ese modo, la inversión se retrajo y la creación de empleo también.

La suma de una economía díscola y la permanente confrontación con distintos actores políticos, sociales y económicos, acabaron por restarle la confianza inicial que había logrado del electorado. 

En medio de este proceso, comenzaron a investigarse denuncias por presuntos hechos de corrupción en los que aparecían imputados importantes funcionarios del gobierno nacional, entre los que figuraban el mismísimo vicepresidente de la república. Ello terminó por minar la confianza social.

López Obrador sacó también un inusual número de votos para la política mexicana: 53% con una diferencia de más de 30 puntos porcentuales sobre el segundo lugar. La lección es muy clara: a fin de evitar el desastre de lo ocurrido en Argentina, el nuevo gobierno no debe insuflarse con aires de autosuficiencia, ver todo con ojos ideológicos, polarizar entre “buenos y malos” y eliminar a sus críticos. En una palabra: no puede caer en la tentación de la desmesura de los que se sienten invencibles. Eso que los griegos conocían como hibris, el castigo que lanzaban los dioses a los arrogantes.

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