Recuerdo que en los lejanos años setenta algunos amigos maoístas tenían un método de acercamiento a la realidad que intentaba develar los conflictos primordiales y colocar en un segundo plano los menos relevantes. Detectaban —según ellos— cuál era la contradicción fundamental y cuales las secundarias (éstas últimas se podían dar y se daban incluso en el seno del pueblo). Me acordé de aquella fórmula que está guardada en el baúl de los tiliches, porque, aunque parezca increíble, creo que hoy entre nosotros la contradicción fundamental no parece ser entre izquierda y derecha, conservadores vs liberales, sino entre algo más básico y elemental, algo que jamás imaginé que estuviera en el centro de las preocupaciones políticas, algo que incluso es un prerrequisito para que las otras tensiones enunciadas tengan cabal sentido: la contradicción entre ilustración y oscurantismo. Un enfrentamiento que parecía que en el terreno de la política estaba más o menos resuelto (escribí más o menos) y que hoy está generando una enorme tensión e incertidumbre.
Cuando en medio de la pandemia que sacude al mundo el Presidente saca una estampita del sagrado corazón para protegernos del coronavirus; la directora del Conacyt habla de una ciencia neoliberal; a los centros de investigación se les cercenan recursos y a los becarios se les cancelan sus becas; se manifiesta desprecio por la labor de ingenieros, arquitectos, médicos, periodistas; se crean cien universidades tronando los dedos; se infravalora a los creadores y a las artes; se minimiza la necesidad de conocimiento para ser funcionario público; se afirma que lo que debemos medir no es ya el bienestar material sino el espiritual; se hace a un lado, sin el menor rubor, la evidencia empírica; se vuelven a confundir los planos de la política con los de la fe religiosa; el entramado construido por la ilustración (que apuesta por la ciencia y la razón) por lo menos se zarandea.
No son asuntos menores. Ni tienen que ver con lo que cada quien puede pensar. Sino que está íntimamente ligado con el tipo de plataforma intelectual que sostendrá no solo nuestra convivencia y competencia política, sino el espacio público en el que se desarrolla la vida.
Fomentar supercherías desde el Ejecutivo, calificar políticamente al conocimiento como en su momento lo hicieron la revolución cultural china o Pol Pot en Camboya, reducir las posibilidades de crecimiento de los centros de excelencia académica y de desarrollo de las nuevas generaciones, equiparar el conocimiento especializado con las consejas populares, poner en marcha centros de estudios “superiores” ajenos a los protocolos académicos, despreciar la creación artística por elitista, contraponer honradez a conocimiento como si fueran antónimos, desconocer indicadores universales (que por supuesto no son la verdad revelada y tienen que ser complementados y matizados), vulnerar el piso de la información compartida e incluso oficial con la fórmula de “yo tengo otros datos”, desvirtuar el debate público laico con reiteradas recetas religiosas, no anuncia nada bueno. Más bien un espacio público plagado de engañifas, alimentado y alimentador del mínimo común denominador de comprensión que palpita en la sociedad, con impacto en las políticas públicas (como frenar las energías renovables y limpias o desentenderse de la violencia contra las mujeres) y en donde los conocimientos emanados de la ciencia acabarán arrinconados.
La Ilustración es una apuesta por la razón y el conocimiento científico. Una corriente que difícilmente puede imponerse por completo dado que en las sociedades palpitan creencias, tradiciones y dogmas que se nutren del pensamiento mágico, las religiones, las supercherías.
Pero en una república laica (como la que dice la Constitución que somos), el pensamiento racional con base en la ciencia debe tener preeminencia sobre las anteriores. Esa vertiente del pensamiento debe acotar, y si se puede derrotar, al oscurantismo. Porque si no, habrá llegado la hora de los brujos.