A los políticos les gusta más prohibir que permitir. Al impedir algo, sienten que están cumpliendo con su deber. Si el país tiene un problema, lo más fácil es cambiar la ley y prohibir lo que lo está causando. Satisfechos, regresan a sus hogares pensando que ya resolvieron el problema. Cuán equivocados están.

El de Oaxaca ha prohibido la distribución, venta, regalo y suministro de bebidas azucaradas y alimentos chatarra a menores de edad. Erróneamente, creen que así van a resolver la epidemia de enfermedades asociadas al sobrepeso, como la diabetes y la hipertensión.

Esto lo único que va a generar es un mercado negro de estos productos donde las policías se llevarán parte de las ganancias. En también está prohibida la venta de tabaco y alcohol a menores y, sin embargo, la ley no se aplica. Lo mismo ocurrirá, ahora, con los refrescos, botanas y pastelillos en Oaxaca.

No porque el Estado prohíba algo se acabará el problema. Eso sólo lo piensan los políticos simplones.

Ahora bien, en México sí tenemos epidemias de enfermedades asociadas al sobrepeso. Somos de los países más gordos del mundo, tanto de niños como de adultos. Y esto nos está costando una fortuna a los contribuyentes.

Supongamos que hay un individuo que, con toda libertad, se la pasó bebiendo refrescos y comiendo botanitas desde la infancia. A la postre, desarrolló diabetes con problemas renales. Ahora le tienen que realizar hemodiálisis para sobrevivir. De acuerdo con el ISSSTE, “el costo promedio mensual del tratamiento por paciente con enfermedad renal crónica, incluidas las terapias de reemplazo renal, va de 25 a 35 mil pesos”.

En la medida en que haya más individuos como éste, cada año irán subiendo los costos de los seguros médicos privados del resto de la sociedad. En México, sin embargo, alrededor del 10% de la población tiene un seguro privado. Los demás deben atenderse en instituciones públicas financiadas por el erario.

Ergo, la decisión libre de individuos que se atascan de carbohidratos tiene un costo alto para la sociedad. Su irresponsabilidad genera una externalidad negativa que acabamos pagando todos. Idealmente, estos individuos deberían pagar por su gusto a los carbohidratos (no sólo los de abarrote, sino también las populares guajolotas, pambazos, quesadillas fritas y un largo etcétera). Por desgracia, no es así. Los costos los pagamos los contribuyentes.

¿Qué hacemos, entonces, para desincentivar el consumo de estos productos?

Prohibir no sirve para nada.

Una segunda respuesta es establecer el llamado “impuesto al pecado” a estos bienes (como se hace con el tabaco y las bebidas alcohólicas). Hacerlos tan caros, que la población deje de comprarlos.

Me temo que, en México, esto tampoco funciona.

Hace años, cuando se discutía un incremento de impuestos a los refrescos, me pronuncié a favor por el mismo argumento de que los consumidores debían pagar sus posteriores costos de las enfermedades que desarrollaran. En ese momento, el prometió que utilizaría estos recursos extra para construir bebederos de agua potable en todas las escuelas del país. Excelente idea. Sin embargo, como suele suceder en este país, nunca se construyeron los bebederos.

La evidencia muestra que el incremento de impuestos a los refrescos sí bajó el consumo en un primer momento, pero luego regresaron los mismos niveles que antes del aumento. La recaudación sí subió, pero poco comparado con el creciente gasto en para tratar enfermedades asociadas al sobrepeso.

Además, en este país, cuando se utilizan de más los “impuestos al pecado”, de inmediato surgen los mercados negros de mercancías contrabandeadas, robadas, piratas o adulteradas. Poco o nada se gana elevando los impuestos. Tampoco es una solución eficaz.

La solución está en la educación. Martillar todos los días en las escuelas y medios de comunicación lo dañino que pueden ser estos productos para la salud. Generar un cambio en las preferencias del consumidor.

Eso sí funciona. En mi vida, yo he atestiguado cómo la gente cambia para bien de ellos y de la sociedad. Por ejemplo, hoy se fuma mucho menos tabaco que cuando yo era niño. Otro ejemplo más: en mi infancia nadie utilizaba el cinturón de seguridad en los automóviles; hoy, por fortuna, la gente sí lo hace. Si los políticos en México quieren resolver las epidemias de enfermedades asociadas al sobrepeso, deben comenzar poniendo ellos mismo el ejemplo (dejar de comer galletitas y papitas en sus reuniones) y elaborar campañas agresivas de educación para niños y adultos.

 

Twitter: @leozuckermann

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