Cuando León Tolstói llamó a los 350 siervos del condado que heredó, para darles libertad, la respuesta no fue el agradecimiento. Preferían el paternalismo del amo generoso que había hecho escuelas para sus hijos.

Todavía hoy, no toda la población prefiere la libertad, aunque la apareció hace milenios.

Solón (638-558 a.C.), uno de los Siete Sabios de Grecia, estableció el derecho de auditar a las autoridades. Un poder de los gobernados sobre los gobernantes.

Clístenes (570-507 a.C.), otro ateniense, propuso la isonomía: la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Además, para resolver conflictos internos de la oligarquía gobernante (a la cual pertenecía), inventó una salida que era algo así como «echar un volado»: someter el punto a votación de los ciudadanos.

Así nació la democracia, criticada por Aristóteles (384-322 a.C.) como un régimen expuesto a que un demagogo llegue al poder y lo transforme en tiranía.

El cristianismo fue democrático mientras no llegó al poder. Constantino (272-337) lo elevó a religión oficial del Imperio romano, un integrismo contrario a la separación. Hubo cristianos que, en vez de someterse, huyeron al desierto, para vivir la libertad cristiana al margen del poder, como ermitaños.

La libertad cristiana favoreció el individualismo del Renacimiento, que buscó recuperar valores de la Antigüedad clásica. Lutero (1483-1546) rompió el integrismo a escala imperial con un integrismo de pequeña escala: se alió con príncipes locales que deseaban apartarse del Sacro Imperio Romano. Los primeros colonos ingleses llegaron a América huyendo del integrismo anglicano.

En 1776, las colonias británicas rompieron con la monarquía inglesa y se constituyeron en república democrática. En 1789, la Revolución francesa destronó la monarquía e instituyó la república. Pero los mexicanos de entonces eran todavía súbditos. En 1767, fueron reprimidos por un virrey que proclamó: Sepan «que nacieron para callar y obedecer, y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del «.

La república democrática fue tardía en . Hubo intentos fallidos. El de Juárez terminó en reelecciones y dictadura. El de Madero, en asesinato y caos. El más prometedor es el actual, porque tiene bases más sólidas. No los partidos ni la clase política, sino la población que se siente ciudadana.

Era mínima (¿miles?) en tiempos de Juárez. Mucho mayor (¿cientos de miles?) en los de Madero. Pero, en las elecciones del año 2000, fueron millones los que llevaron a Fox al poder: no su partido ni su experiencia como gobernador. Votaron contra el PRI, más que a favor del PAN o de Fox. Estaban hartos de la , y esperaban un cambio.

La decepción causada por el PAN, hizo a muchos desear el regreso del PRI, «corruptos, que al menos saben gobernar». Pero no supo gobernar ni tenía interés en hacerlo.

La nueva decepción hizo a muchos creer en López Obrador. Que resultó otro Fox: un dicharachero que no sabe que no sabe.

La decepción actual crea una situación peligrosa para el país. Algunos han pensado en la destitución, sin darse cuenta del caos que provocaría el vacío de poder y la lucha entre los aspirantes a la presidencia. Otros, cansados de tanta decepción, piensan en la abstención, sin ver que daría vía libre al pésimo gobierno actual.

Lo posible y lo deseable no es destituir ni abstenerse, sino limitar los daños al país en esto y en aquello.

La atención pública centrada en la presidencia hace olvidar que, más allá de quién esté a cargo, el país vive por lo que hace la gente, no el presidente.

El país se construye o se desmorona en las decisiones buenas o malas sobre una multitud de asuntos que parecen limitados. Hay que dar la pelea por esta y aquella decisión que tiene buenas o malas consecuencias, aunque el asunto parezca menor.

Hubo tiempos en que el poder legislativo ni salía en los periódicos, porque era simple correa de trasmisión del ejecutivo. Hubo tiempos en que las elecciones intermedias no eran muy concurridas. Pero, en las de 1997, se gestó el cambio que fructificó en 2000.

En las del 6 de junio, esto puede repetirse. Basta con que el oficialismo pierda el control del legislativo, aunque siga teniendo el mayor número de legisladores.

La respuesta ciudadana a un sexenio anticiudadano no debe ser la abstención, sino el de castigo. Abstenerse no sería inteligente ni responsable.

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