Hagamos un experimento mental: un día se te aparece un genio de la lámpara bastante maligno y te da dos posibles opciones a elegir: 1.- el planeta entero (con todos sus tesoros naturales) será destruido, pero la humanidad entera sobrevivirá en un famoso “planeta B”, donde podrá seguir subsistiendo más o menos con los mismos niveles de prosperidad y comodidad material con los que lo hace hoy en día o: 2.- La madre naturaleza será salva (es decir, el planeta entero y su clima quedarán intactos), pero a cambio de un sacrificio humano colectivo, compuesto por un conglomerado de víctimas extraído de tan sólo los más pobres de la Tierra (es decir, por un 5% de la población mundial actual), pero eso sí: todas las especies animales y vegetales, así como toda paradisíaca locación terrícola será salva al 100%, e incluso será purificada por completo de todo posible vestigio de previa contaminación causada por el hombre.
Tú: ¿por cuál de las dos opciones te inclinarías?
Yo, sin lugar a dudas, por la primera: que se salve la humanidad entera (con todo y sus peores ejemplares -y obvio que con ello de “sus peores ejemplares” no me refiero a sus habitantes más pobres, en absoluto, sino a sus habitantes más malévolos, que vaya que no brillan por su ausencia-) y al diablo con el resto de la naturaleza y con mi hermosísimo planeta azul y con toda su diversa y respectiva flora y fauna.
Pero no sólo elijo lo anterior sin el menor de los titubeos, sino que realmente considero que cualquier duda al respecto tendría muy serias implicaciones dentro de mi alma, pues llegar a colocar a la naturaleza por encima de la humanidad (nuestro amor por la “madre tierra” por delante de nuestra filantropía) implicaría, decía, la aparición de brotes considerablemente siniestros provenientes del interior de mi espíritu, es decir, un instinto personal genuinamente genocida o, en el menos grave de los casos, de apología directa del genocidio mismo, pues no olvidemos que no existe Hitler o Stalin alguno que no haya hecho las atrocidades que hizo a manera de sacrificio humano para alcanzar un supuesto bien mayor, por el “bien de la humanidad” (por el desarrollo de exactamente aquel mismo hombre al que ha exterminado parcialmente).
Es, a fin de cuentas, la famosa (y también perversa) doctrina de que “el fin justifica los medios” (o, como bien lo pronunciaría con falsa solemnidad el antagonista de la película de Shrek: el que los otros mueran y no yo, “es un sacrificio que estoy dispuesto a aceptar”).
Llámenme ingenuo o tal vez anti social, pero hasta el momento no he conocido a una sola persona en ninguna parte del mundo que quiera que el planeta sea destruido; sin embargo, sí he conocido a muchísimas de ellas, incluso a familiares muy cercanos, que exigen que China e India y el resto del tercer mundo dejen de producir emisiones de dióxido de carbono de manera inmediata (al más puro estilo de Greta Thunberg), lo que sabemos (si tenemos al menos dos dedos de frente) que mataría de frío, de calor y/o de hambre no a millones de nuestros hombres más ricos, sino a millones de nuestros más pobres individuos (en especial, y como es costumbre, a los más débiles desde una perspectiva física -es decir, mayoritariamente ancianos, niños y mujeres de escasos recursos-).
Y claro que quiero carros y aviones que funcionen con agua en vez de combustible fósil, y los quiero lo antes posible circulando en el mercado y por las calles y por los aires, pero no estoy dispuesto a matar de hambre o de lo que sea a la parte más vulnerable de la humanidad, por pequeña que ésta sea, con tal de acelerar semejante proceso.
Confío mucho más en el capitalismo: en que el empresario, ya si no por amor a la naturaleza, al menos por amor al dinero, emprenderá e innovará más temprano que tarde, creando esos carros de agua o los eficaces inventos que sean necesarios para que yo, su consumidor, cada vez más interesado en salvar a mi planeta, quede satisfecho con sus productos y él, a cambio de mi tranquilidad personal, se hinche sus bolsillos de mi plata.
Así que estoy convencido de que la verdadera hecatombe no será el fin simultáneo del planeta y de la humanidad entera (aquella viral y apocalíptica profecía que la sacerdotisa Greta nos hace rezar mecánicamente a diario y hasta el hartazgo), sino cuando la humanidad cometa el brutal crimen antropofágico de devorarse a sí misma, particularmente a sus miembros más débiles, con tal de que sus élites puedan seguir viviendo en la abundancia y en un planeta azul repleto de privilegios exclusivos para las castas políticas y oligárquicas de una sociedad genocida y con perpetua sed de sangre de sí misma.