Adolfo López Mateos visitaba alguna capital del sureste. Al bajar del avión, el gobernador le mostró las ocho columnas de un periódico local que criticaba al mandatario. «¿Qué se cree este pendejo?», dijo el presidente. Un día después el director del diario apareció muerto.
Debo la anécdota a Gabriel Zaid, quien la leyó en un artículo del senador Manuel Moreno Sánchez en la revista Siempre!. Compañero de López Mateos desde el movimiento vasconcelista y hombre muy cercano a él, cuesta trabajo pensar que don Manuel habría publicado ese texto con otra intención que la de prevenir sobre los descomunales efectos que puede tener la palabra presidencial en la vida del país. Por eso mismo, es difícil imaginar que López Mateos no sintiera algún remordimiento.
Las cosas han cambiado. López Obrador no ha empleado esa palabra para referirse a sus críticos. Ha utilizado decenas de términos menos vulgares, más mesurados, acuñados en muchos casos por él, que aluden no a las limitaciones intelectuales de los que considera sus adversarios sino a su integridad moral. Y otra cosa ha cambiado. El presidente no ejerce su inspiración vejatoria de manera privada e incidental, sino sistemáticamente, en sus conferencias mañaneras.
Hay una asimetría evidente en la situación. Ante todo, de poder. El presidente de México cuenta con facultades constitucionales y extraconstitucionales inmensas. Frente a todos sus recursos de poder, ¿qué tiene un crítico? Tiene autoridad. La autoridad que le confieren sus lectores, sus escuchas, sus televidentes. Y la asimetría está en el uso y abuso de la palabra. El presidente dispone de tiempo ilimitado en «la mañanera» y sus consignas reverberan en los medios masivos y en las redes sociales. Los escritores o periodistas que lo critican cuentan únicamente con su propia tribuna.
Esa asimetría se traduce en ilegalidad. En México, la Suprema Corte de Justicia ha emitido varias sentencias recientes que atañen al tema. Sustentada en una vasta jurisprudencia internacional y en «la posición preferencial» que goza la libertad de expresión en nuestra democracia constitucional, la Corte ha llegado a conclusiones palmarias:
Los límites de la crítica aceptable son, respecto de un político, más amplios que en el caso de un particular. A diferencia de este último [el particular], aquel [el político] inevitable y conscientemente se abre a un riguroso escrutinio de todas sus palabras y hechos por parte de periodistas y de la opinión pública y, en consecuencia, debe demostrar un mayor grado de tolerancia. (Amparo directo en revisión 2044/2088).
El acento del umbral diferente de protección no se asienta en la calidad del sujeto, sino en el carácter de interés público que conllevan las actividades o actuaciones de una persona determinada. (Amparo directo 28/2010).
El «umbral de tolerancia» al que está obligado el presidente no solo es mayor al de cualquier periodista. Mientras esté en funciones, ese umbral debe ser mayor al de cualquier persona. Amparados en esos antecedentes, todos los críticos que han sido afectados por el presidente tendrían derecho a demandarlo por daño civil no solo ante los juzgados nacionales sino ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (previa demanda en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos).
Lo cierto es que hace medio siglo, como ahora, el único límite real al uso abusivo, asimétrico, ilegal e irresponsable de la palabra lo puede poner el propio presidente. Solo él ha podido confrontar, si no en tribunales, al menos en el tribunal de su conciencia, las consecuencias trágicas de sus dichos. Quizá López Mateos las confrontó.
Pero aquellos, ya se sabe, eran otros tiempos. Hoy se ha rebasado todo umbral. Hoy no solo se insulta, difama y calumnia desde el podio presidencial -con nombre y apellido- a quien disiente. Hoy se le declara «traidor a la patria». Hoy se revelan sus datos personales, domiciliarios, patrimoniales, en abierta y reiterada violación a la ley no solo civil sino penal.
En un país en el que el periodismo se ha vuelto una profesión de altísimo riesgo, los poderes locales de toda índole (legales e ilegales) pueden interpretar las invectivas presidenciales como un permiso para dañar e incluso llegar a matar. En la misma lógica, alguno de los mencionados por el presidente podría sufrir daño o caer acribillado por un simpatizante que tome en sus manos la «defensa de la patria».
El presidente debe reconsiderar su actitud, antes de que sea demasiado tarde.
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