Para fines de identidad, los politólogos y expertos en el estudio sobre el ejercicio de gobierno han clasificado las ideologías políticas en tres fundamentales: izquierda, centro y derecha. De ellas derivan varias otras, pero, para una mejor comprensión, primero es importante diferenciar las tres básicas.
Habitualmente, los partidos de izquierda se identifican con la agenda progresista (liberales) y no precisamente porque “de ese lado está el corazón”, como diría el presidente López Obrador. Por su parte, la derecha política se atribuye a una ideología que presenta cierta resistencia al cambio (conservadores). Mientras, la ideología de centro retoma lo “mejor” de ambas.
De acuerdo con Manuel Más Araujo, los partidos políticos son “asociaciones que se forman para conquistar el poder, mantenerlo o participar en su ejercicio”. En contraste, el INE, institución que Andrés Manuel pretende sustituir con el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas mediante su proyecto de reforma electoral, define a los partidos políticos como “grupos de ciudadanas y ciudadanos (sic) que comparten una ideología política y la promueven”. En cambio, el texto constitucional, en su artículo 41, los define como “entidades de interés público”, sin embargo, no hace referencia alguna a las ideologías.
El actual presidente de México lleva años enarbolando una campaña de segregación entre liberales y conservadores. Motu proprio, el tabasqueño ha eliminado la ideología de centro, así como las distintas variantes en la geometría política, llevando a los extremos las distintas formas de pensar de los mexicanos.
Aunque, en algo tiene razón el primer mandatario, ya que la historia nos indica que el origen de los partidos políticos mexicanos se remonta a la segunda década del siglo XIX, cuando, con la aparición de las logias masónicas, “importadas” de Europa, comenzaron a gestarse las primeras formas políticas de agrupamiento. En dicha época, muchos varones decidieron incorporarse a las filas masónicas a través de logias que pertenecían al rito escocés (traídas a México por españoles a fines del siglo XVIII), mientras otro tanto lo hizo por medio del rito de York (proveniente de Estados Unidos al principio del siglo XIX).
En la vida cotidiana y para fines prácticos, estos caballeros comenzaron a ser identificados como “escoceses” o “yorkinos”, los primeros tenían una marcada tendencia al centralismo y los segundos simpatizaban con la autonomía regional. Al paso del tiempo, aquellos sobrenombres evolucionaron a “liberales” y “conservadores”, consolidándose después en el Partido Liberal y el Partido Conservador. Las pugnas entre ambos partidos terminaron por sumirnos en un vaivén político que se prolongó hasta inicios del siglo XX.
Un ejemplo suele aclararlo todo, decía Napoleón. Actualmente, el bipartidismo estadounidense es abiertamente aceptado y ejecutado. Un partido se identifica con el liberalismo (demócratas), mientras el otro con el conservadurismo (republicanos). En México, tradicionalmente el PAN ha sido considerado un partido conservador (de derecha), el PRD y MORENA se dicen progresistas (de izquierda), y el PRI de centro (tantito de aquí y tantito de allá). Claro está que todo esto visto desde la perspectiva teórica, pues la realidad dista mucho, ya que están juntos y también revueltos. Es decir, vivimos inmersos en una política ambidiestra.
En el siglo XIX, nuestro país vivió una etapa convulsa, inequitativa y violenta. Asumir que en el México de nuestros días solo existen dos formas de pensar resulta, además de retrógrada, inexacto, impráctico e intolerante. Lo alarmante es que sea el jefe del Estado mexicano quien se empeñe en promoverlo y la imperceptible oposición ni siquiera nos motive a contrastarlo.
Post scriptum: “¿Estás conmigo o en mi contra?”, dicho popular.
* El autor es doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).
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