Los humanos buscamos crear lazos con lo que nos rodea. Conectar con el mundo implica formar relaciones con personas, cosas, lugares. El desarrollo de filiaciones es inherente a nuestra naturaleza, es una de las formas en que experimentamos la vida (incluyendo su contraparte esencial, la muerte). Nos atrae aquello que nos provoca emociones positivas y los significados que les atribuimos. Esta necesidad por conectar da pie al apego, el grado de conexión que tenemos hacia alguien o hacia algo. Y aunque algunas definiciones clásicas de lo que es el apego hablan de que se da entre personas, el ser humano ha encontrado (o cree haber encontrado) proveedores sustitutos hacia los que desarrolla nuevos apegos.
De infante el apego era hacia tus padres o figuras que los representaban. En ellos encontrabas seguridad, confianza, empatía. Perderlos significaba dejar de tener esos elementos que te daban estabilidad emocional. De adulto sigues necesitando seguridad, confianza, empatía, autoestima, una larga lista (mayor incluso a la de tu infancia), aunque quizá ya no sean tus progenitores los proveedores. Hoy en día no tener un teléfono inteligente es la pérdida de una herramienta que permite operar en el mundo contemporáneo. Los recursos intuitivos de la prehistoria han sido suplidos con tecnología. Sin la aplicación de navegación muchas personas no saben cómo llegar a un domicilio. Antes recurríamos a las estrellas, ahora dependemos de una batería de litio.
Esta reflexión sustenta mi argumento: los consumidores no son leales a las marcas sino a los beneficios que asocian con ellas. En el mundo comercial la batalla por las preferencias está ligada a quién tiene (y sabe comunicarlo) los beneficios que llenan carencias (todo consumo llena una carencia). Esta posibilidad abre una profunda interrogante: ¿podríamos los humanos cubrir nuestras necesidades afectivas con seres inanimados?
La ficción, en su infinita especulación, suele ser una ventana al futuro, a veces inquietante. En la película Náufrago, Chuck (Tom Hanks) supera su soledad (léase, sobrevive) al interactuar con Wilson, un balón de voleibol a quien humaniza y con quien dialoga. Antes de esa cinta, Blade Runner y la novela Yo, robot, de Isaac Asimov, provocaron la reflexión sobre la condición humana y sus nexos con la tecnología. Más recientemente, una genialidad de película avanza en este tema; en Ella, Theodore (Joaquin Phoenix), un escritor con un historial de fracasos sentimentales -que no está solo, aunque vive en soledad-, desarrolla una relación afectiva, eventualmente un fuerte apego emocional, con Samantha, un sistema operativo, un programa, lo que hoy llamaríamos un «bot», que, con inteligencia artificial, evoluciona para adaptarse a lo que su «pareja» necesita: compañía, empatía, autoestima. Digamos que técnicamente Samantha «llena» el mundo de él, es la proveedora de oxitocina para Theodore quien, confundido, pregunta: «¿Hago esto porque no soy lo suficientemente fuerte para una relación real?», a lo que Samantha responde: «¿No es ésta una relación real?». «No lo sé», dice él.
El podcast «Bot Love» explora el desafío que emerge en nuestro mundo altamente sofisticado, donde muchas personas parece que encuentran a la pareja ideal, incondicional, en una entidad artificial, que les provee de estímulos. En Homo Deus, Yuval Noah Harari especula sobre la dependencia (apego) que los humanos podemos desarrollar con criaturas tecnológicas, la antesala a relaciones complejas, para las que las ciencias sociales (psicología, antropología, sociología, entre otras) tendrán que abrir nuevos capítulos que abarquen la comprensión de territorios incógnitos.
En algunos sitios del ciberespacio tenemos que probar que somos humanos. Cuando en el perfil social de alguien vemos que dice «en una relación» quizá pronto se especificará si es con humanos o no. La gran interrogante es si este futuro distópico nos hará felices. Por lo pronto, la ficción avizora que habrá partes que no sufrirán (no tendrán apego); en un diálogo conmovedor, Samantha le confiesa a Theodore lo que abarca su fidelidad fragmentada, su capacidad de relacionarse con otros: «Soy tuya, y no soy tuya».
¿Será un mundo humanamente resistible? ¿O simplemente resistible, porque ya no seremos humanos, como ahora?
@eduardo_caccia