En algún momento, como personas y como ciudadanos, debemos tomar consciencia de la prioridad que es la salud mental en una época en la que nuestra atención está altamente concentrada en estímulos que no nos permiten dar un respiro y reflexionar acerca del bombardeo de mensajes dirigido a nosotros todo el tiempo.
La “economía de la atención”, por darle un nombre que pueda explicar este fenómeno, nos arriesga a entrar en una espiral de desinformación que solo busca provocar reacciones y no pensamientos. Ningún proceso mental profundo es requerido para consumir, compartir o manifestar una preferencia instantánea; solo se pide de nuestra parte estar conectados. Pero ¿cuándo es suficiente para decidir no hacerlo?
En la época de mayor circulación de datos en la historia de la humanidad, también existe la peor etapa de información útil y con un contexto. Se nos transmiten emociones, o anzuelos, para manifestarlas; pero no ideas, ni mensajes para impulsar el diálogo y el análisis. En el mundo de lo inmediato, lo que es más importante es reaccionar y no pensar demasiado.
Sin embargo, en este cambio de época la mayoría de las sociedades demanda algo más: la verdad. Y se ha hecho fácil distorsionarla hasta convencernos de que es solo un punto de vista o un asunto de perspectiva. No lo es.
Por dolorosa que resulte, la verdad es la única vía que podemos transitar para coincidir y eliminar supuestas diferencias. No obstante, los espacios en los que podríamos llegar a ella están colmados de lo contrario y eso nos ha convertido en las generaciones que viven en un entorno de ansiedad constante y de angustia sobre un futuro que pocas veces se cumple, aunque nos distrae de otros hechos que sí están ocurriendo y que deben ser motivo de preocupación y de acción permanentes como el calentamiento global o la desigualdad social.
En su libro, “La Generación Ansiosa: Cómo el rediseño de la niñez está causando una epidemia de salud mental”, el psicólogo John Haidt afirma que la salud emocional de los adolescentes ha tenido una preocupante caída a partir de hace una década y media debido a que sustituimos una infancia que se desarrolla gracias a los juegos, por una que ahora lo hace en dispositivos electrónicos. Su comparativo es aterrador: de aprender a socializar en los parques y en las canchas, hemos permitido que los más jóvenes se conecten a interfases que les suministran todo el tiempo estímulos que solo los aíslan y deprimen.
No olvidemos que una de las causas de la inseguridad que tanto reclamamos es nuestra ausencia de las calles y de las áreas públicas. Aunque pudiera parecer un debate inútil sobre qué sucedió primero, si nos fuimos de los espacios comunes por la inseguridad o fomentamos ésta precisamente porque decidimos encerrarnos en nuestras casas, el problema sigue aquí y ahora parece ser mayor. Estamos perdiendo a varias generaciones que han dejado de convivir y que solo están construyendo relaciones a través de avatares y personajes que en nada se parecen a ellos. Si eso mismo nos sucede a los adultos en redes sociales ¿qué podíamos esperar de las plataformas que están moldeando a los nuevos consumidores, pero a los ciudadanos que necesitamos?
Más que nunca debemos hablar acerca de la salud mental de todas y de todos. Convocar y acudir a especialistas para que nos ayuden a encontrar soluciones masivas que detengan estos fenómenos. Concentrarnos en la familia, en todas sus combinaciones, como un remedio infalible para que no perdamos a nadie en esta nueva etapa de angustia cibernética, que se suma a la de la vida real.
Nuestras generaciones no estuvieron exentas de problemas psicológicos. Fuimos marcados por la incertidumbre económica y los conflictos internacionales. Nuestros padres, por la Guerra Fría y la amenaza nuclear. Muchas abuelas y abuelos sufrieron dos guerras mundiales.