Hemos confundido o amalgamado democracia y república. Deberían ser, y en muchos casos han sido, compatibles y complementarias, pero no son idénticas. La democracia es la tarea política de los ciudadanos; la república es el andamiaje institucional y legal que la hace posible. Pero la democracia corre siempre el peligro de corromperse en demagogia, y es entonces cuando república y democracia pueden volverse antitéticas. Por desgracia, es el caso de México. Hoy.
La república, invento de los romanos, responde en esencia a la pregunta: ¿cuáles son los límites que deben anteponerse al poder? La respuesta: todos los necesarios. Temerosa de la tiranía de muchos y de uno, Roma discurrió la división tripartita de los poderes: Senado, Asambleas Legislativas y Magistrados ejecutivos (dos Cónsules, no uno, y renovables cada año). Ese orden republicano, trabajado a lo largo de cinco siglos, llevó el derecho y, con él, la civilización romana a todos los confines de aquel mundo. Finalmente se derrumbó a manos de un líder y su cauda popular. Lo siguió el Imperio que globalizó la ciudadanía y, en sus mejores momentos, bajo Augusto, Adriano o Marco Aurelio, rindió homenaje formal a la república. No obstante, en largos períodos predominaron los Calígula, Nerón o Cómodo, los endiosados del poder que pisotearon el legado histórico. Por desgracia, este es el caso de México. Hoy.
El régimen mexicano ha usado la democracia para acabar con la república. ¿Cómo lo ha hecho? Interpretando la democracia, con evidente mala fe, como la tácita voluntad del pueblo depositada en el régimen para hacer lo que le venga en gana, suprimiendo los derechos de la (inmensa) minoría.
Los voceros del régimen practican ad nauseam la falacia ad populum. A menudo se ponen etimológicos: «demos, pueblo; cratos, poder». O se sienten latinistas: «Vox populi, vox Dei». O sentenciosos: «El pueblo nunca se equivoca». En el fondo, su inspiración -acaso no involuntaria- es Carl Schmitt, el filósofo del nazismo: «la distinción específica de la política es la confrontación del amigo y el enemigo».
Cuando ese pueblo que nunca se equivoca llevó a Hitler al poder en 1933 y vio con regocijo la destrucción de la República de Weimar, Schmitt creyó ver convertida su doctrina en una profecía universal. Todos conocemos los resultados de aquella voz divina, de aquel demos alemán depositando el cratos en el Führer. Pero nadie piensa en ese desvarío del pueblo alemán como una hazaña de la democracia. Por desgracia, México vive su propio desvarío. Hoy.
Precisamente como una hazaña de la democracia se ha querido presentar ese acto de barbarie (cruelmente) llamado Reforma judicial. «El pueblo la pidió para acabar con la corrupción y el nepotismo», se proclama demagógicamente. Doble falacia: ¿dónde consta que «el pueblo» pidió la reforma? Y aun si así fuera, esa opinión no probaría la verdad sobre su pertinencia. Y, para colmo, el cinismo: el régimen que ha abusado del nepotismo y la corrupción lava su conciencia invocando al pueblo.
El endiosamiento del poder produce esos engendros. Grecia nunca recobró su democracia. Roma sacrificó por siempre a su república. Ahí, inverosímilmente, sin división de poderes ni respeto a la ley ni órganos autónomos, con las hordas del crimen a nuestras puertas, en el espectáculo del pan y circo, en el vasto reino de la mentira, precarias las libertades, desvirtuada la democracia, destruidas las instituciones republicanas, por desgracia, está México. Hoy.
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