A propósito de las conmemoraciones  sobre la caída de Tenochtitlan o la perseverancia de la resistencia, Fernando Escalante escribe en Milenio: “Con todas sus mezquindades, el mexicano tenía una virtud: no adoptó nunca, no podía adoptar en realidad, una definición étnica. Lo más cercano que hubo fue el entusiasmo del mestizaje, las fantasías de Molina Enríquez, la raza cósmica y demás, pero a fin de cuentas eran los que estaban aquí, y punto”. Tiene toda la razón, por ahora, de la misma manera que la tiene Michael Reid, autor de la columna “Bello” sobre América Latina publicada en The Economist hace unos meses.

Ilustración: Patricio Betteo

En parte por el mito —antiguo— y la realidad —mucho más reciente— del mestizaje en y en algunos otros países de América Latina, sobre todo Perú y Ecuador, el nacionalismo mexicano y de otras naciones de la región nunca ha tenido la connotación étnica que otras sociedades tuvieron, o bien desde su origen o bien la adquirieron con el tiempo.

Esto empieza a cambiar en México. No tanto por la cantidad de tonterías en torno a 2021 y a la fundación y caída de Tenochtitlan, de Puente de Alvarado y el Árbol de la Noche Triste, sino por la esencia de la conmemoración y el subtexto que la acompaña. Por ahora se trata de algo marginal y que probablemente también sea efímero. Si y su candidato o candidata son barridos en 2024, esto no pasará de ser un fenómeno en ciernes o una muy breve pesadilla que afortunadamente terminará cuando nos despertemos todos.

Pero no nos confundamos. Algo de connotación étnica del nacionalismo mexicano empieza a surgir, al igual que en otros países de América Latina, con gobernantes parecidos. No hay que callarlo ni disimularlo. El fenómeno no es tan distinto al que ha sucedido, por ejemplo, en Francia en tiempos recientes. Muchos intelectuales y políticos franceses de la vieja escuela se han alarmado, o incluso angustiado, ante la llegada al país del Siglo de las Luces de unas extrañas importaciones procedentes de la academia norteamericana. No se trata tanto del Me Too, que es tan válido y vigente en Francia como en , a pesar de Catherine Deneuve. Me refiero más bien al culto de lo identitario, a los intentos por cambiar la redacción y la gramática francesas para acomodar aspiraciones o exigencias de género o de otra índole, y sobre todo a las distintas formas de reaccionar ante el antiislamismo por un lado, innegable en Francia, y el islamismo radical, tan existente y alarmante como el primero.

Hubo una época en que era la academia norteamericana la que importaba conceptos y teorías de París. Primero quizás los althusserianos y Lacan, después Foucault y Derrida, hicieron su agosto en las grandes universidades de Estados Unidos, aportando en muchos casos conocimientos extraordinarios —ver las genialidades de Foucault sobre la cárcel, la clínica, la medicina, la sexualidad, etc. Ahora es al revés, pero la calidad del flujo inverso no es necesariamente igual.

Empieza a surgir un sentimiento en México que debe preocuparnos a todos. Habría unos mexicanos menos mexicanos que otros, y no porque sean del norte o del sur, porque sean ricos o pobres, porque sean migrantes o de comunidades indígenas aisladas, sino porque no son morenos, mestizos, en una palabra, mexicanos. Habría dos clases de mexicanos por lo menos: los verdaderos y los demás. Esto, además de ser terriblemente peligroso, pone en cuestión el fundamento de la identidad nacional mexicana, con toda la mitología que se quiera: el mestizaje. Sabemos que, como realidad, o fue falso o fue tardío. Sabemos también que, como mito, ha sido extraordinariamente útil, ciertamente para ejercer una forma de dominación y de poder, de unos a otros. Pero fue eso lo que permitió que convivieran en lo que empezó a gestarse como una nación a finales del siglo XIX o principios del siglo XX, en un país que de nación no tenía absolutamente nada. Como dice Michael Reid, hay que tener cuidado con esto, porque por frágil y falso que hubiera sido el mestizaje, es la única narrativa incluyente que hay.

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