El gobierno del narcisismo está dispuesto a ahogar al país en el río en el que se contempla, enamorado, el jefe máximo. No importan las consecuencias. Lo que el idólatra de sí mismo quiere es recibir del espejo todos los halagos que merece. Y recibirlos constantemente. Toda acción política es exigencia de devoción. Por eso conmina al pueblo a reiterarle públicamente un respaldo que no necesita. No es un primer ministro que llama al voto en la esperanza de conformar una mayoría renovada que ensanche su capacidad de acción. Su convocatoria representa la vanidad más estéril. Espejito, espejito, ¿quién es el líder más amado? ¿Quién hay en el mundo que se me compare? ¿Quién, más allá de los mártires de nuestra historia, está realmente a mi altura? ¿No es verdad que soy un gigante en espera del mármol? ¿Verdad que soy ya un inmortal? ¿Dime si hay alguien en mi reino que se me compare? No soportaría un instante de rechazo, un atisbo de duda de mi pueblo. Si su amor vacila lo abandonaría de inmediato. No toleraría esa ingratitud. Dímelo. Dímelo, espejito, otra vez y que el tiempo se suspenda, que las decisiones se aplacen mientras me revelas el intenso amor de los míos. Que todo se inunde, que todo se queme mientras nos preparamos para escuchar la conmovedora aclamación.

Hacer de las instituciones un espejo en el que se admira un dirigente. Esa parece ser la obsesión del momento. Al Presidente le urge orquestar su ovación cuando empieza el ocaso de su gobierno. Quiere que el Congreso posponga cualquier cosa y se dedique, de inmediato, a organizar el beneplácito. Exige que las oposiciones asuman una postura frente al desafío que él les planta, como si tuvieran la obligación de morder el anzuelo que les tira. Todo destinado a complacer sus ínfulas. ¿Qué podría ser más urgente en un país resuelto, en un país sin problemas de salud, un país tranquilo y sin violencia, un país que galopa a la prosperidad, que complacer la egolatría de un hombre? Esa es la intención de este absurdo de la ratificación del mandato. ¿De dónde viene la noción de que sería un avance democrático el permitir que un Presidente y sus aliados utilicen las instituciones como mecanismos del halago? ¿Y de dónde viene la idea de que tendría carácter democratizador el reemplazar a un Presidente popular que recibió millones de votos por un sustituto débil, de escuálida legitimidad y breve encargo? Echar a andar ese mecanismo es otra más de las gigantescas irresponsabilidades de ese Presidente que siempre tiene cosas más importantes que hacer que gobernar.

Se le llama revocación, pero quienes quieren echar a andar ese mecanismo son los productores de la glorificación. Desde luego, no se pretende utilizar este mecanismo para resolver una crisis de representatividad. Se trata de otra escapatoria: un Presidente se concentra en tiempos críticos en mover todas las palancas del poder para que la ciudadanía lo vitoree con toda solemnidad. No se escucha en ningún lado una exigencia colectiva por la revocación, sino de una obsesión personal por la ratificación. Una obsesión que, desde luego, se marca como otra prueba de lealtad.

La lealtad que el Presidente exige a los suyos es una lealtad de ojos cerrados y cabeza gacha. Pero no se conforma con la indignidad del silencio y la mansedumbre: exige alabanza constante. Cualquier palabra que se aparte de las frasecitas presidenciales, cualquier gesto que sugiera la conveniencia de adoptar una perspectiva distinta, que ofrezca pistas de moderación, que sugiera un enfoque alternativo, produce el desbarranco. Un hombre que ha dado innumerables pruebas de lealtad es arrojado de inmediato al abismo por el pecado de pensar por sí mismo. Antes era un economista sensible, ahora es un enemigo. El juicio es fulminante: tecnócrata que adora sus fórmulas sin pensar en el pueblo. La competencia de los elogios se ha intensificado. En el torneo de alabanzas se le ha descrito como a un Cristo, se alaban sus remembranzas como si fueran las de un historiador erudito, lo han calificado como científico, lo han comparado con Gandhi y con Mandela. Pero ninguna de las alabanzas será suficiente prueba de lealtad. El pago a aduladores es siempre el desprecio.

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