Hay un en la cuya visita es sumamente recomendable: el de Memoria y Tolerancia. La primera parte consiste en una exhibición dedicada a los terribles genocidios que se han llevado a cabo en el mundo a partir del siglo XX. Esas monumentales estupideces de la humanidad al asesinar a millones de personas por su religión, color de la piel, origen o pertenencia a una tribu o nación.

El museo, localizado en avenida Juárez, frente a la Alameda, tiene varias salas que nos recuerdan esos momentos vergonzosos de la que no pueden olvidarse para no repetirse: la masacre del pueblo armenio, el judío, las matanzas del Khmer Rouge en Camboya, las “limpiezas étnicas” en Darfur y la antigua Yugoslavia, el asesinato de indígenas en Guatemala y el exterminio de los tutsis en Rwuanda.

La otra parte del museo está dedicada al valor de la tolerancia. Ahí, a través de una experiencia interactiva, el visitante aprende cuáles son los derechos humanos, por qué es importante el diálogo, qué sucede cuando se discrimina (incluso en los actos más cotidianos) y cuál es el provecho de la diversidad para una sociedad. Se trata, en este sentido, de un museo que promueve los valores indispensables de una liberal. Vale la pena, en particular, el espacio dedicado a la diversidad y pluralidad que existe en y el énfasis en desterrar la discriminación de grupos minoritarios como los indígenas.

El museo, en suma, conjuga la memoria de la estupidez humana llevada al extremo del genocidio con la manera de evitarla en el presente y futuro a través de la tolerancia. Todo esto es un complejo arquitectónico imponente.

Las salas dedicadas a los genocidios son oscuras y frías. Las relacionadas con los derechos humanos son, en cambio, luminosas y agradables. Dos piezas son impactantes. Una es un vagón original donde se transportaban a los judíos, como ganado, al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Otro es el Memorial de los Niños, una obra de arte dedicada al recuerdo de los infantes que no tuvieron futuro porque murieron en algún genocidio. Se trata de un enorme cubo, hecho a partir de pequeñas burbujas de cristal todas de diferente tamaño, del artista Jan Hendrix.

El Museo Memoria y Tolerancia cumplió doce años, afortunadamente con mucho éxito en la demanda de visitantes.

Hace diez años me invitaron a una comida con donantes donde habló Jean-Paul Samputu. El rwuandés platicó de su experiencia personal cuando no hace mucho, en 1994, la mayoría hutu masacró a la minoría tutsi en su país. Se calcula que murieron entre medio millón y un millón de rwuandeses en unos cuantos meses, entre ellos los padres de Jean-Paul. Fue uno de sus vecinos, que había sido su amigo, el que los asesinó.

Durante muchos años, contó Samputu, estuvo lleno de rabia y amargura. Se refugió en el alcohol y las drogas. “Al final me di cuenta que yo mismo me estaba destruyendo”. Decidió, entonces, regresar a Rwuanda a perdonar al asesino de sus padres para, según él, salvarse. Era la manera de ver hacia delante, de reconciliarse con él mismo y con su país, de vivir en paz.

Se dice fácil, pero vaya ejemplo de vida. Hoy Jean-Paul se dedica a dar conferencias por todo el mundo sobre el valor del perdón. En aquella comida en el Museo Memoria y Tolerancia terminó cantando una bellísima canción sobre la reconciliación en Rwuanda.

En su discurso, Samputu dijo algo muy importante: el es el único en el mundo entero que tiene una sala especial dedicada al genocidio en Rwuanda. No es un dato menor. Es una vergüenza que el mundo entero haya volteado su espalda a esta masacre que ocurrió tan sólo hace 18 años. Lo más vergonzoso es que nadie lo quiera recordar en la actualidad. Como muchos que se rehúsan a aceptar el Holocausto judío o que no saben cómo los turcos mataron a los armenios o los serbios a los bosnios. El valor del Museo Memoria y Tolerancia es recordárnoslo y darnos una receta para evitarlos en el futuro promoviendo la tolerancia. Por eso este museo resulta una visita obligada en la Ciudad de México.

Twitter: @leozuckermann

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